jueves, 25 de junio de 2009

Anguciana

Cuando el primero de noviembre de 1962, a eso de las dos de la tarde toqué el timbre del Castillo de Anguciana, ”Residencia de los Padres Franciscanos”, mi mente estaba llena de confusiones pues no sabía a ciencia cierta si lo que estaba haciendo era lo más correcto. Me abrió la puerta un joven, le pregunté por el Padre Luís Blanco, esperé en la puerta, y el Padre me recibió y me llevó al recibidor. Le dije que yo era el joven de Granada, Juan R. Moya Santoyo, que le había escrito varias veces solicitando ingresar en la Orden Franciscana, y que quería ser misionero en el Perú. Me hizo muchas preguntas, sobre todo eso de querer ir concretamente al Perú, ¿por qué no en España, en Marruecos o en Tierra Santa? Yo le di mis razones, y al padre les parecieron muy buenas.

Me preguntó si había almorzado, como le dije que no, me llevó a la cocina y me sirvió de comer. Por el camino, desde la portería hasta la cocina, me encontré con los frailes que salían del comedor, de todos ellos los que más me llamaron la atención por su figura fueron tres: uno era bastante calvo y los pocos pelos que le quedaban en la cabeza los tenía muy revueltos, daba la sensación que nunca había pasado un peine por su cabeza, a otro lo noté bastante subidito de peso, con el cigarrillo en la boca (fumando), tenía el pecho y la barriga manchados con la ceniza que le caía del cigarrillo, a otro con el hábito un poco levantado, con vendas en las piernas y andaba con cierta dificultad.

Me llevó a la cocina, allí conocí a Fray Félix Elorza, con un hábito muy viejo y roto y con la capucha sobre la cabeza, debajo de la barbilla se había colocado un sujetador de ropa, decía que era para juntar los dos cantos y estar más abrigado, a Fray Antonio Rubio y a un joven de nombre Gabriel. No fue una impresión muy buena, y pensé que yo no duraría mucho en ese ambiente.

Luego de terminar el almuerzo, el Padre me llevó a visitar el castillo y a señalarme mi habitación. Observe que había por allí unos chicos que con baldes de agua limpiaban los servicios higiénicos de los frailes (días después, ese sería mi trabajo). La habitación era sencilla, había una cama, una mesa y una silla y algún cuadro por allí colgado en la pared. Me entregó el libro de las Florecillas de san Francisco (no conocía ese libro) y me dijo que lo leyera para que aprendiera cómo era la vida y la obra de los franciscanos. Salió y cerró la puerta. Yo saqué de mi maleta algunas cosas que iba a necesitar, y sin más me puse a leer, conforme avanzaba en la lectura del libro me pareció estar escrito por un escritor poseedor de una gran fantasía, amena, repleta de lirismo, algo irreal y que no parecía ser muy cierto lo que allí se había escrito.

Como en toda la tarde nadie me visitó ni me buscó avancé bastante la lectura y, conforme iba avanzando, cada vez me convencía más de que aquel modo de vida no era para mí, pues lo encontraba todo muy riguroso y sentía temor de no cumplir bien; tampoco los frailes descritos en ese libro se parecían mucho a los que yo había conocido en Granada, pero sí a algunos de los que había visto salir esa tarde del comedor o en la cocina, pues estos tenían un aire más cercano a la miseria y pobreza con los personajes descritos en las Florecillas.

Antes del anochecer me buscó el mismo Padre Blanco, me llevó a la capilla del convento para rezar el rosario y recibir la bendición con el Santísimo, oficiaba el Padre Antonio López, me agradó su voz clara, cantarina y fuerte.

El templo del convento era funcional, no era de gran tamaño, ni artístico, ni antiguo, parecía que lo habían construido haría unos pocos años atrás, estaba lleno de niños (los seráficos), estaban bien colocados en las bancas, también había unas cuantas personas del pueblo, y a un frailecito entrado en años sentado muy cerca del altar, luego supe que era el P. Francisco Urrózola, que gozaba de mucha veneración, estima y consideración entre los frailes. Me gustaron las canciones que cantaron los chicos, cantaron con entusiasmo y bien entonados. Cuando todo terminó, los estudiantes salieron en dos filas, comenzando por los menores (de menor a mayor), de ahí pasaron al comedor, y yo, a la cocina.

Terminada la cena, el Padre Blanco me presentó a los frailes de la Comunidad: P. Antonio López, P. Ángel Rojo, P. Felipe de Jesús Gil (de visita), P. Tomás Santos, P. Germán Pino, y un corista de la Provincia Franciscana de Granada. Faltaban algunos padres más que estaban ausentes: Pedro Cubillo, Narciso Chinchetru, Pedro Fernández y Ricardo Colina (estos dos últimos de vacaciones y visita). Estuve un rato hablando con ellos, se reían de mi dialecto andaluz y por las palabras contestadas, había muchas que no entendían bien, querían oír mi forma de hablar andaluza y, terminada la conversación, nos retiramos a dormir. Cuando llegué a mi cuarto, después de un viaje muy largo, no quise pensar mucho, solo quería descansar y dormir.

Me desperté muy temprano. El P. Blanco me llamó para que fuera a misa, y después a desayunar.

Esa mañana conocí mejor el convento: La planta baja era totalmente nueva, la portada de entrada era amplia y bien proporcionada, lo mismo el claustro con vidrieras que resguardaban del frío y de las heladas del gélido invierno castellano, en el centro interior había un jardín. Si mal no recuerdo, en la cuadrada planta baja, comenzando por la izquierda, estaban los siguientes ambientes: el auditorio, el comedor de los padres, cocina, comedor de los seráficos, y un amplio salón de juegos, y una gran puerta que daba al campo deportivo, y, por último, la capilla y el templo.

El campo deportivo era de buen tamaño y convencional, al fondo estaba el frontón y la piscina, a mano izquierda había una hermosa y florida huerta con hierbas y frutos de finales del otoño, nunca le faltaba el agua pues por ella pasaba un caudaloso canal, y se cultivaban hortalizas y árboles frutales, de estos últimos recuerdo a los delicados caquis. La segunda planta, también de izquierda a derecha: en el interior del mismo castillo estaban los dormitorios o celdas de los frailes, era todo antiguo y de piedra, en cambio el Colegió Seráfico era construcción totalmente nueva, había un gran salón de estudio y un aula, éste quedaba encima del comedor y de la cocina, un salón de lectura y unas pequeñas aulas de clases, al fondo el dormitorio del Padre Tomás Santos y el dormitorio de los niños más pequeños.

Era el día dos, día de difuntos, no hubo clases, había paseo, la mayoría de los chicos salieron camino de santo Domingo con el propósito de ver si encontraban algún “almendruco” en las tantas huertas que hay a izquierda y derecha de la carretera. Yo me quedé en casa, como reconociendo el terreno en el que me quedaría a vivir por dos meses antes de embarcarme para América.

Me encontré con el Padre Pino (peruano), estaba acompañado de tres o cuatro pequeños y me invitó a salir a pasear por el pueblo, también fuimos al cementerio. Me llamó la atención la confianza que tenían los chicos con el Padre, le llamaban “Padre Pinocho” y él, en lugar de molestarse, se reía, se colgaban de sus brazos y le preguntaban cosas del Perú.

Amaneció el tercer día de mi estancia en Anguciana, ya conocía a todos y todos me conocían; también conocí el horario del quehacer diario en la Comunidad, el oficio de cada uno y el horario de clases. Yo seguía en mi habitación del Castillo, castillo viejo y algo deteriorado por el tiempo, pero funcional y esbelto.

Mis primeros trabajos fueron dentro del mismo castillo: barrido de los pasillos, escaleras y salas; aseo de los servicios higiénicos; colaboraba también en la cocina, pelando patatas (papas), lavando platos, tazas y cubiertos.

En las tardes me pasaba largos ratos en mi habitación solo, entonces era cuando entraban en mis sentimientos los recuerdos de mi tierra, y me invadía la melancolía, hacia comparaciones de mi bella ciudad de Granada con ese pueblecito aburrido de Anguciana: el tibio frío de mi tierra andaluza, con el clima helado y húmedo de la vieja Castilla. Sentía un fuerte impulso de disculparme con el Padre Blanco, de salir de allí, y estaba decidido a regresar a mi tierra; pero el ardiente deseo de ser misionero en el Perú era más fuerte que mis depresiones y nostalgias, entonces decidí darme más tiempo para reflexionar antes de tomar una decisión. Estando pensando en estas cosas se me presentó el padre Blanco quien, con su psicología de hombre prudente y sabio, me dijo: Jovencito, es hora de que te integres con tus compañeros de viaje.
Sí, padre, respondí.

Al día siguiente me presentó a los chicos con los que iba a viajar al Imperio de los Incas, eran un total de siete, solamente me acuerdo de los nombres de seis y que, contando conmigo, seríamos siete los que vendríamos al Perú: el mayor era de Apellido Cubillo (su nombre no recuerdo), tendría unos catorce o quince años, era serio, tranquilo y algo tímido; Rafael Ibeas, estudioso, reposado y le gustaba el idioma inglés; Bienvenido Üzquiza, alegre, sencillo y le gustaba la literatura; Policarpo Bernal, juguetón, amigo y deportista; Miguel Miguel Miguel, algo distraído, le gustaba compartir con sus compañeros; y, el más pequeño, Antonio Sanz, cariñoso, engreído y alegre.

El Padre Blanco me ordenó que asistiera sobre todo a las clases de inglés y de historia del Perú, las dos asignaturas estaban a cargo del P. Germán Pino.

El cargo de rector del Colegio Seráfico estaba encomendado a la persona del P. Ángel Rojo, el vicerrector era Germán Pino y el P. Tomás Santos cuidaba de los niños más pequeños y me ofrecí a ayudar en lo que fuera necesario. También me agradaba asistir a las clases con los niños, especialmente a la de los mayores.

Un día asistí a la clase del P. Luís Blanco, que era profesor de Historia de España, la España Visigoda, gobernada por los visigodos, este gobierno ocurrió como consecuencia de la famosa invasión de los pueblos Bárbaros del norte y noroeste de Europa que provocaron la caída del Imperio Romano. Como le preguntara a un niño los nombres de estos pueblos y no supiera responder, entonces me preguntó si yo los sabía, y yo los sabía muy bien, los cité a todos: Godos, Visigodos, Ostrogodos, Suevos, Vándalos, Alanos, los Hunos, Vikingos, etc. Parece que el Padre lo que trataba era de ver hasta donde llegaba mi grado de cultura y, como quedó satisfecho, me nombró profesor de Historia hasta mi partida al Perú.

Como las habitaciones del Castillo eran frías, el P. Ángel Rojo me sacó de allí y me trasladó a una habitación más abrigada que estaba vacía cerca de la celda del Padre Santos en la segunda planta, con el fin de que cuidara de los niños más pequeños y los atendiera cuando fuera necesario. Que lo fue muy pronto, pues en una noche fría y helada se congelaron las aguas de los lavabos del dormitorio, reventaron las cañerías y se llenó todo el piso del dormitorio de agua. Los niños se despertaron y comenzó el griterío de alarma. Me desperté y fui a ver qué era todo ese vocerío, teniendo ya conocimiento del desastre, esto se solucionó cerrando las llaves de compuerta con lo que paró de salir el agua y con escobas y recogedores secamos el dormitorio.

Había la costumbre que los niños tenían que hacer ejercicios de lectura, y el horario era después del recreo de la comida del mediodía, durante la siesta de los frailes, y se hacía todos los días en el salón lateral que daba al campo deportivo, el encargado de esta tarea era el ya citado hermano corista, pero como éste se ausentó, me la encomendaron a mí. Es aquí donde aprendí a conocer un poco del comportamiento y costumbres de estos niños de los pueblos del norte: se puede decir que todos, salvo alguno que otro, eran muy traviesos y juguetones, escandalosos con sus risas y gritos y muy dados a las bromas y a pelear unos contra otros, más divertido que real. Por esos motivos comprendí por qué todos los Padres llevaban una varilla en la mano, y era más para disuadir que para castigar, ya que la mayoría de los castigos era dejarlos sin merendar cuando la falta era grave, o ponerlos de rodillas cuando era leve. Al padre que más le temían los niños, por los castigos que daba, era al P. Chinchetru, él usaba la vara y lo hacía de veras, hacía de profesor de música.

Recuerdo que en una ocasión, antes de Navidad, el P. Chinchetru, queriendo repasar los cantos, formó a todos los chicos, separándolos por voces: aquí los tiples, los semi-tiples y aquí los bajos, había un niño muy pequeño, tendría siete u ocho años, de apellido Bernal, hermano de Policarpo, éste se colocó con los de voz baja, cuando el padre lo vio, le preguntó qué hacía allí, le contesta que él era bajo (era bajo de estatura, pero no de voz), le dio un empujón y lo mandó volando donde los tiples, y todos se reían, él trató de mantenerse sereno, pero el final lloró como lo que era, un niño.

Yo empleé el método del castigo más leve, y la primera vez que lo hice a uno que era tan inquieto y movedizo como el rabo de lagartija, de apellido Monasterio, para sorpresa mía, los chicos se reían cuando le dije: “Monasterio, hínquese de rodillas”, estas palabras eran dichas con mi acento andaluz.

Me gustaba contarles a los niños historias, cuentos, o les recitaba poesías y hasta ensayamos una obra pequeña de teatro.

Viendo el Padre Tomás Santos que yo tenía conocimiento de obras literarias, como dramas, teatro y poesía me tomó de asistente en sus clases de Geografía y literatura, clases que la mayoría de las veces las dictaba yo.

Así, de esta manera, y ocupado como estaba, se me olvidó totalmente el deseo de regresar a Granada.

Ya, cuando estaba acercándose el día señalado para embarcarnos, sentí un poco de pena y sentimiento de alejarme de España, pues alejarme de mi madre y mis hermanos y lanzarme a lo desconocido no era nada fácil.

A los que serían mis seis compañeros de viaje se les concedió una semana de vacaciones con la finalidad de despedirse de sus familiares. Regresaron todos, menos uno, de cuyo nombre no me acuerdo, y éste era el que más entusiasmo tenía por viajar a América y animaba a los demás, pienso que sus padres no se lo permitieron.

Una semana antes del embarque nos llevaron a Logroño para hacer los papeles (documentos) de salida de la nación. Nos llevó el Padre Rojo en una camioneta conducida por el Padre Cubillo. Recorriendo las avenidas de Logroño, en las calzadas había unos árboles grandes y llenos de hojas, a los cuales el padre los llamó plátanos, yo tenía otra idea, creía que el plátano era el que daba el fruto del mismo nombre.

En la oficina donde nos estaban dando el pasaporte, como a mí me vieron de más edad, me preguntaron si no quería ser más bien militar, les respondí con un rotundo no, y no me hicieron más preguntas.

Escribí una carta a mi madre dándole la noticia y el día señalado: seis de enero de 1963, y el embarque sería en el puerto de Santander.

4 comentarios:

  1. También yo estuve en Anguciana, aunque no llegué a ir a Perú. A través de este relato me he identificado con muchos nombres y lugares. Felicitaciones al creador a quien no conocí.

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  2. hace no mucho tiempo supe de la existencia de un familiar que paso por Anguciana, su nombre Emilio cuesta, si sabe algo de el me podría decir.

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  3. Emillio Cuesta entró en Anguciana el año 1946. Si tengo alguna noticia más te lo haré saber.

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  4. Mi padre Lázaro Medina Yudego estuvo en anguciana en Perú creo que desde el año 60...y estuvo cerca de 12 años allí. ..me encantaría saber si lo conoció..leyendo sus relatos me siento como si me lo estuviera contando él mismo...muchas gracias.

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