martes, 23 de junio de 2009

En el colegio seráfico del Callao. Perú

Desembarcamos en el puerto del Callao, sería las cinco de la tarde, estaba anocheciendo, y había una comisión de bienvenida que, después de los trámites de rigor en la aduana, nos llevaron al Colegio Seráfico de Callao.

La primera impresión al pasar por las calles de la ciudad, desde el muelle hasta el convento, fue deprimente: el cielo estaba del color que llaman “panza de burra” color gris, había poco alumbrado eléctrico en las calles, las casas eran pequeñas y antiguas y de un solo piso.

Ya cerca divisamos la fachada del convento, sobre todo la torre que nos pareció imponente, alta, esbelta y moderna, lo mismo que la portería y el recibidor, también lo que sería nuestro seminario menor o colegió, no así el convento, pero estaba en construcción el nuevo.

Después de saludar y besar la mano al Padre Provincial, Fray Luis Maestu Ojanguren y presentarnos a nuestro Padre Maestro, Fray Julio Ojeda Pascual, nos dieron de cenar, nos enseñaron nuestros catres en el dormitorio común y nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente, después de escuchar la santa misa y desayunar, nos fuimos a la terraza del convento, miramos al mar, ya no se veía el majestuoso Reina del Mar, entonces me acordé de lo que hizo Hernán Cortés (1519) en México: quemó los barcos, y así no había modo de regresar. Nosotros, estando ya en el Perú y lejos del Reina del Mar, hundimos simbólicamente nuestros “barcos” para emprender la conquista espiritual de estas tierras para el Reino de Cristo.

En el Colegio Seráfico del Callao
El segundo día de nuestra estancia en el Callao en cuanto pudimos subimos los siete a la terraza, detrás de nosotros subió el P. Ojeda, se acercó y nos observó un momento, luego sacó un cigarrillo y lo prendió, como yo me quedé mirándolo, me dijo: ¿quieres un cigarro? le dije que sí y me lo dio, fúmalo, me dijo, porque será el último. Sí padre, será el último. Seguimos hablando entre todos, y mientras estábamos hablando, el Padre se dio cuenta que yo tenía reloj de pulsera y me dijo: por qué no me das tu reloj, total aquí no lo vas a necesitar, todos los horarios son señalados por la campana, me lo saqué y se lo di. Pasaron muchos años de esto y un día que lo visité siendo él Provincial abrió el cajón de su mesa y de una cajita sacó un reloj de marca Festina, era mi reloj.

Mis primeros días en el Callao, se puede decir que se sentía un aire cálido de parte de los que serían mis compañeros por un año, y uno se sentía entre compatriotas y con hermanos que sentían el mismo ideal. En cuanto al lugar no era ni muy espacioso, ni muy cómodo, sino útil y funcional. El edificio tiene forma de L, de tres pisos. En la primera planta, del lado norte, estaba la capilla, seguida de un aula de clases, en el lado Este había servicios higiénicos, una pequeña piscina, y unas habitaciones antiguas que servían de lavandería y zapatería, en esa zapatería había un viejito, el zapatero, recuerdo que la primera mañana de nuestra estancia en el Callao nuestros compañeros estudiantes más antiguos nos dijeron que lleváramos los zapatos para convertidlos en sandalias, el maestro zapatero era en esto un artista; en la segunda planta había un hermoso salón dedicado al estudio, lectura y prácticas en máquinas de escribir, seguida de la oficina del Padre Maestro, en el lado Este había dos aulas, una para clases de música y otra para otras clases; en la tercera planta estaban los lavabos, el dormitorio común de los estudiantes, seguido del dormitorio del P. Maestro, en el lado Este nunca supe lo que había, solo recuerdo que el Padre Efraín Mansilla, cuando visitaba el Callao, subía a ducharse allí; podría hablarse de una cuarta planta, que era la terraza.

Teníamos un regular campo de fútbol, voleibol, básquet y frontón; cerrando el perímetro había por el lado Norte unas habitaciones sin uso, lo mismo por el Oeste, por el Sur estaba el comedor y los restos de lo que llamaban el “arca de Noé”, que había sido el dormitorio antiguo de los estudiantes. El convento nuevo de la Comunidad se encontraba en construcción.

Al día siguiente de nuestra estancia en el Perú, el P. Santiago Santamaría, que era el ecónomo del convento, nos llevó al Ministerio de Asuntos Exteriores para que nos inscribieran como residentes en el País y nos dieran el documento de extranjería (DNI). Al otro día nos llevó de nuevo a Lima para que conociéramos la ciudad y los museos más importantes, me gustó especialmente el de la Nación, tenía joyas valiosísimas de las antiguas culturas peruanas.

Uno de los días primeros hubo un caso que me llamó la atención: serían las nueve y media de la mañana y habíamos subido al dormitorio para cambiarnos de ropa y jugar un partido de fútbol, al bajar veo a un estudiante de cuarto año arrodillado en el campo de bolee, enseguida pensé que el espíritu de oración y devoción era muy fuerte en este ambiente, también pensé que estando a unos pasos de la capilla debería haber entrado y rezar en ese lugar más indicado, luego supe que no había sido por devoción, sino por castigo y que estaba cumpliendo esa penitencia por orden del Maestro.Así trascurrió la primera semana.

En todo el continente sur es verano los meses de diciembre, de enero y febrero y marzo, y tiempo de vacaciones. Durante este tiempo de tres meses de verano la gente hace vacaciones, va a las playas, viajan, etc. Nosotros nos dedicábamos a leer, pasear, jugábamos partidos de fútbol, baños en la piscina, rezar, comer, descansar y viajar.

Los primeros días de febrero, el tres concretamente, de 1963, hubo un acontecimiento importante, se iban a ordenar de sacerdotes en el convento de los Descalzos del Rimar, tres Frailes, estudiantes de Ocopa: Fray Gregorio Pérez de Guereñu, Fray Gustavo Leonardo Valverde y Fray Carlos Cantella, éste último murió ahogado en el río Tambo el 21 de abril de 1984 al volcar la lancha que lo trasportaba, trabajó en las misiones de Sivia, Pangoa y Cheni. El ordenante era nada menos que el Cardenal del Perú, Fray Juan Landázuri, OFM.

Estábamos invitados a asistir a la ordenación. Esa mañana nos dieron los hábitos de seráficos franciscanos: túnica, esclavina, cordón y sandalias. Era la primera vez que me ponía un hábito y me sentía rarísimo. Nos llevaron a Lima, al convento de los Descalzos, para que viéramos la ordenación. Me pareció un convento muy antiguo, aunque bien ordenado y limpio. El templo tenía un amplio atrio y había mucha gente esperando la llegada del Señor Cardenal. De pronto apareció un hermoso auto y bajo de él su Eminencia, era joven, de talla alta, nariz aguileña y con una amplia sonrisa en el rostro, repartiendo saludos y bendiciones. Vestía los ropajes propios de un cardenal, de los de antes del Concilio Vaticano, me pareció exagerada la cola de la capa, pues era tan larga que tenían que sujetarla y levantarla entre dos personas para no arrastrarla por el suelo. Entramos por la iglesia a la sacristía, allí estaban los postulantes para hermanos no clérigos y como se movían mucho de un lado para otro, uno de ellos (Fr. Alberto Rondón), que parecía ser el mayor, les llamó la atención y les dijo que se pusieran bonito (modismo peruano, significa poner en orden). Yo (no conocía este modismo), viéndoles la cara, pensé que no iba ser nada fácil ponerlos bonitos.

Para la ceremonia nos llevaron al coro donde estaban los novicios cantando, desde allí lo vimos todo. Entre los estudiantes que bajaron de Ocopa sobresalía uno (Guzmán) por su gran estatura, estaría muy cerca de los dos metros.

Al día siguiente de la ordenación nos preparamos para ir de vacaciones a Cajamarca, esta ciudad era muy conocida por nosotros por la Historia de Francisco Pizarro y Atahualpa, que marca el comienzo de la colonización española y el comienzo del fin del Imperio de los Incas. Viajaríamos en Góndola (así le llamaban a un autobús de mediana capacidad), teníamos que llevar el hábito seráfico, más chompas (en mi tierra le dicen saquito), y ropa de baño, entre otras cosas. Nos dieron cuatro soles a cada uno para comprar alguna fruta o golosina por el camino, pero con la condición de devolver el sobrante al regreso. El encargado de cuidarnos fue el P. Vicente Palacios. Cuando ya estábamos listos, nunca falta alguno que a última hora se olvida de algo y fue a buscarlo, entonces escuchamos la voz de Miguel Miguel gritando: Policarpo, date prisa, ponte la góndola que ya está esperando la chompa. La risa de todos los mayores no se hizo esperar.

Emprendimos el camino hacia el norte. Pronto llegamos al desierto y se sentía un calor sofocante. El Padre Vicente nos animó a que cantáramos los cantos populares de España y, cuando agotamos todos, nos acordamos de “un flecha en el campamento”, canto que no le gustó al Maestro y lo prohibió cantar.

De Lima a Trujillo hay como quinientos kilómetros en pleno desierto, salvo algunas ciudades con sus bien cuidadas huertas. El mar se veía cerca de la carretera y nos entraban deseos de decirle al chofer que parara para ir a refrescarnos en el agua. Al medio día, cuando más arreciaba el calor, nos parecía ver la carretera mojada y el mar por la arena, eran los espejismos del desierto. Pasamos la noche viajando en la góndola sin poder dormir.

Al día siguiente, muy de madrugada, llegamos a la ciudad de la eterna primavera (así llaman a Trujillo), nos recibieron muy bien en el convento. Lo primero que hicimos fue echar a correr hacia los servicios higiénicos. La santa Misa la celebró el Padre Guardián, Pedro García; luego desayunamos, recuerdo que para cada uno había un hermoso racimo de uvas.

Al día siguiente, muy de madrugada, emprendimos el viaje sin parar hasta Cajamarca. Nos hablaron mucho de las llamadas “tripas de Corpancho” que era un tramo de la carretera con muchas curvas, donde muchos sentirían mareos, y así sucedió. Al anochecer de ese mismo día llegamos a nuestro destino.

En Cajamarca el clima era templado y no sentíamos el calor de la costa. Nos recibió el Padre Guardián, Antonio González, y la Comunidad.

Nos gustó mucho la fachada del templo, todo de piedra labrada; pero la entrada al convento era más sencilla y pobre, como pobre y de muchos años era el convento.

El convento era de adobe, de una sola planta, antiguo, limpio, y con hermosos y bien cuidados patios interiores.

El primer día lo pasamos acomodándonos, visitando el templo, la plaza de armas y la catedral.
Tuvimos una cena ligera, y pronto nos fuimos a dormir que era lo que más queríamos.

Al día siguiente nos despertó el Padre Vicente y nos llevó a una capilla en el interior del convento donde celebró la misa, y después desayunamos, recuerdo que en el desayuno nos dieron unos hermosos higos chumbos (que así llamamos a las tunas). Esa misma mañana nos fuimos caminando a los baños del Inka, y en un canchón cerca de los baños, jugamos un partido de fútbol, y después nos bañamos. Los que mejores jugaban eran Lorenzo Manzanedo, Amador Álvarez y Martiniano Izquierdo, y, entre los que menos sabíamos jugar, estábamos, el que suscribe, Plácido Calvo y Vicente García y el resto de los jugadores entre regular y bien.

La vida en Cajamarca fue divertida y agradable, caminamos mucho por la fértil campiña. Recuerdo que era bonito ver por los caminos a los naturales de esa región con una flauta en la boca y con la otra tocando un tambor e interpretando música de carnaval; algunos iban borrachos o muy cercanos a estarlos y otros ya estaban echados en el camino (muy borrachos) y siempre acompañados por su mujer que no se separaba de ellos. Es típico el habitante de Cajamarca, de mediana estatura, tanto hombres como mujeres, su caminar es llamativo pues dan pasos cortos pero muy ligeros, sus rostros son avispados y graciosos, de pelo negro y lacio, los hombres el pelo lo tenían corto y las mujeres lucían unas preciosas trenzas largas; los hombres vestían unos pantalones negros de tela muy gruesa, amarrados en la cintura con una faja. Una buena parte de ellos iban con los pies descalzos, solían llevar camisa y chaleco y con sombrero grande de paja, en las noches agregaban un poncho de color negro y otros de color marrón: las mujeres vestían unas polleras largas hasta los tobillos, éstas no eran de muchos colores, con blusa blanca o rosada y, en las noches, añadían una chompa o una manta de color negro. Las que estaban lactando a sus hijos los llevaban a la espalda envueltos en el quipe o lliclla, es una especie de manta que la anudan sobre el pecho, otras, si no tenían niños, metían alfalfa o tallos de cebada y algunas hasta animalitos menores; su hablar es dulce y armonioso, y tanto hombres como mujeres no levantan mucho la voz, no escuchamos ninguna palabra en quechua, todos hablaban el castellano, un castellano castizo. Esta forma de vestir y ese dulce hablar era una novedad para nosotros, nunca vista en España.

Nos hospedamos en lo que fue noviciado, cuando el convento era Colegio de Propaganda Fidae.
Los días que pasamos en Cajamarca fueron de mucho trajín, pero relajante y novedoso; hacíamos ejercicios de canto, música, estudio, barrido de nuestro local y del convento; cantábamos en las misas, había algunas que eran solemnísimas, sobre todo la de difuntos, en esas ocasiones el altar mayor lo tapaban todo de arriba abajo con telas negras con dibujos grises y dorados y delante del altar colocaban un catafalco, era la primera vez que veíamos esos adornos de luto, todo era muy tétrico, aunque solemne.

Pasaban los días, ya se acercaban las fiestas de carnaval, por lo que aumentaba el peligro de salir a la calle por el temor de salir mojados y pintados. Ocurrió un día, íbamos caminando por la calle en dirección al colegio de los hermanos Maristas, cuando apenas habíamos doblado la esquina, una chica nos lanzó una jarra con agua con tan mala suerte que la mayor parte cayó sobre la cabeza de Martiniano Izquierdo, éste, que tenía el genio a flor de piel, echó a correr detrás de ella para castigarla, la chica corrió y entró en una casa, y él detrás, nosotros esperábamos a ver cómo acababa aquello, de pronto vimos salir a Martiniano todo humillado, avergonzado, muy pintado y empapado como una sopa de arriba abajo; en la espera también nos calló una lluvia de agua, tuvimos que dar marcha atrás y volver al convento.

Nos visitó el Padre Provincial, pues tenía que arreglar unos asuntos con las madres Concepcionistas de Clausura, estuvo unos días y luego se marcho. Yo pensé: cómo una persona tan importante había hecho un viaje tan largo y tan incómodo, después supe que lo hizo por aire, en ese tiempo ya Cajamarca contaba con aeropuerto.

Otro día nos invitaron a una hacienda (granja) unos señores amigos del convento. Fue interesante la visita, pues vimos cómo ordeñaban a las vacas, las llamaban por su nombre y ellas iban al lugar que les correspondía. Había también caballos, buenos caballos, amaestrados, de buena estampa, nos invitaron a montarlos. El primero que subió fue Antonio Sanz, nos pareció que sabía montar, daba la impresión de dominar al animal y enseguida lo puso al galope. Cuando se detuvo, lo aplaudimos, pero vimos que el pobre estaba blanco del miedo que había pasado.

Hicimos algunas excursiones y visitas a lugares turísticos: el Cumbemayo y el cuarto del Rescate.
En los últimos días de febrero comenzó la setena a la Virgen de los Dolores. Todas las tardes subíamos al coro a cantar. El Padre Victoriano Hernando predicaba la septena.

La capilla o Santuario de la Virgen de los Dolores se llenaba de gente en los días de septena, los cajamarquinos le tienen mucha devoción. La imagen de la Virgen es de muy buena factura, es impresionante la cara de la Virgen que refleja mucho dolor, amargura y resignación, se parece mucho a nuestras Vírgenes de los Dolores de Andalucía. El tiempo que estábamos en el coro me sentía como si estuviese en Granada y se me hacía corto.

Llegó el momento de nuestro regreso a Callao. Un día antes el Padre Guardián nos invitó a cenar en el comedor de la Comunidad, fue una sorpresa muy agradable.

El regreso lo hicimos en la misma góndola y sin contratiempos. Descansamos en la ciudad de Trujillo, fuimos a la playa y a conocer los cañaverales y el proceso de la caña hasta convertirla en azúcar, guiados por el Padre Pedro Barbero.

En el Callao, como todavía no comenzaban las clases y se acercaba la Semana Santa, el Padre Maestro dedicó nuestro tiempo libre a hacer limpieza de todo el edificio, que por cierto estaba muy sucio y muy lleno de polvo. Un día alguien se quejó de que era mucho trabajo limpiar algunas habitaciones llenas de trastos viejos y que nunca se usaban. Entonces, para que no nos quejáramos ni hiciéramos más reclamos, mandó que del salón donde se veía televisión sacáramos todos los muebles fuera, limpiáramos el salón y los metiéramos de nuevo, pero cargando los muebles y dando una vuelta alrededor del campo de fútbol. Tenía cosas raras, pero se le obedecía.

Todos los días jugábamos al fútbol y nos refrescábamos en la piscina. Por las tardes solíamos repasar los cantos de cuaresma y Semana Santa. En las noches veíamos alguna película en la televisión, siempre acompañados del maestro, que sacaba caramelos baratos de una lata y daba un puñado a cada uno, durante la película estaba muy atento viendo si había alguna escena algo sensual, como besarse o acariciarse una pareja, para entonces cambiar de canal.

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