domingo, 21 de junio de 2009

Una triste noticia.

Unos días antes de la profesión eran las votaciones para conceder o no la profesión religiosa. Un día cuando estábamos en nuestras celdas durante la siesta sentimos unos pasos sigilosos por los pasillos del noviciado. Pasados los tres cuartos de hora de siesta tocó la campana para subir al coro a rezar la corona seráfica y vísperas, y entonces vimos que el asiento coral de Fray Santamaría estaba vació. Volvimos al Noviciado y entramos a nuestras celdas, acabábamos de entrar todos cuando se oyó el sonido de la campana, era el Maestro quien tocó, nos acercamos con pesar pues ya intuíamos lo que iba a decir. Él, con una sonrisa que a nosotros nos pareció sarcástica, nos dice: ya se han dado cuenta que falta Santamaría (no dijo Fray Santamaría). Todos asentimos con la cabeza, no hicimos ningún comentario. El maestro se dio cuenta y se retiró, y nosotros también. Santamaría era el más joven de todos, apenas había cumplido los dieciséis años, era un chico muy querido por nosotros, muy alegre y se hacía querer por su espontaneidad y franqueza; dominaba la música y tocaba maravillosamente el piano y el armonio; de carácter apasionado, vivaz, inquieto y superactivo. Pienso que esa superactividad fue mal interpretada por los frailes, la achacarían a que no le importaba el orden, silencio y quietud establecida y le dieron voto negro, negándole la profesión.

Los hermanos novicios tenían que recitar de memoria la regla de san Francisco y la doctrina cristiana en el Comedor para acceder a la profesión y demostrar que eran cristianos católicos, y, como era todo de memoria y largo, había un apuntador discretamente junto al púlpito para ayudar cuando uno se equivocaba o se olvidaba de algo.

Llegó el día de la profesión, los novicios esa mañana estrenaron hábito y sandalias nuevas, en cambio nosotros estábamos con los hábitos viejos traídos del Callao, pero nos dieron unas capuchas viejas con el caparon colgado sobre el pecho.

Después del rezo de las horas canónicas bajamos a la Iglesia, el Padre Provincial celebró la santa Misa. Llegado el momento de la Profesión, todos estábamos en el presbiterio.

En la carrera del espíritu, estos jóvenes en sus cortos años habían alcanzado un premio, el premio de prometer seguir a Jesucristo al modo de san Francisco. El rostro de los que iban a hacer la profesión, aunque serenos y con seriedad, se veía empero en sus ojos que en el interior de sus almas estaban radiando de alegría y plenitud de gozo.

Estos son los nombres de los hermanos que profesaron y de los que ingresamos al Noviciado para nuestra Provincia, había también hermanos de las provincias de Bolivia y de Chile.

Para la profesión de votos simples o temporales (como se designa hoy): Fray Juan Galo Villamor, Fray José Luís Diez, Fray Carlos Bernal, Fray Adolfo Diez, Fray José Luís Álvarez, Fray Ignacio Plaza.

Religiosos no clérigos: Fray Justiniano Justo, Fray Antonio Berrocal, Fray Luís Villoslada.

Novicios: Fray Juan R. Moya, Fray Amador Álvarez, Fray Martiniano Izquierdo, Fray Lorenzo Manzanedo, Fray Vicente García, Fray Fermín Cebrecos.

Religiosos no clérigos: Fray Alberto Rondón, Fray Antonio Arroyo, Fray Roque Chávez.
También ingresaron al noviciado 2 estudiantes bolivianos: Luis Torricos y René, y dos chilenos Illanes y Spemnces.

La profesión se hacía en latín (los religiosos de coro). Recuerdo que el P. Provincial preguntaba qué pedían, ellos respondieron: La Profesión…. “para hacer penitencia y enmendar mi vida”.
Ni que hubieran sido grandes pecadores, pensé. Después nos tocó el turno a nosotros. Terminada la ceremonia vinieron las felicitaciones. El Padre Francisco Quintana tenía los ojos llenos de lágrimas por la alegría y la emoción.

Con nuestra toma de hábito se inició propiamente el año de noviciado. Se nos debía denominar fray. En el comedor y en filas adelantamos unos cuantos puestos en la preferencia, cosa que me chocó, pues estábamos un puesto delante de venerables hermanos (antes se les decía Legos) de votos solemnes y con muchos méritos, pero era la costumbre de esos tiempos y teníamos que respetarla, aunque no nos gustara. Todavía se quedaron los neoprofesos unos días con nosotros antes de viajar al Coristado de Arequipa

El Padre Maestro, sin perder un minuto de tiempo, nos dio las instrucciones y el reglamento de nuestro quehacer diario en el noviciado. Tenía como máxima: “el tiempo es oro” (dicho ingles), pero él prefería el dicho de san Agustín: “el tiempo vale como Dios” y también otras que nos las repetía constantemente: “poco a poco hila la vieja el copo”, “esto lo voy a repetir hasta la saciedad”, “la ley, cuando ha sido promulgada, es porque es buena, luego, si es buena, hay que cumplirla” y como todo lo prometido es deuda, lo cumplió muy bien.

Por medio de un chiste que contó nos dio a entender que en cuanto a la disciplina y el orden era terco y testarudo como buen vasco. En una ocasión, un aragonés quiso clavar un clavo en la pared de su cuarto para colocar el sombrero, tomó un martillo, golpeó el clavo, pero éste se doblaba, tomo otro, y se dijo, si no puede entrar a martillazos lo golpearé con la cabeza, le dio muchos cabezazos y el clavo no entraba, entonces quiso ver qué había detrás de la pared, pasó a la habitación contigua y vio que un vasco estaba apoyando su cabeza en la pared y no dejaba entrar el clavo.

Teníamos el tiempo tan medido para todo que, desde las 4’30 a.m. hasta las 9 p.m., no había ni un minuto de ociosidad, ni tiempo para pecar. Todas las semanas venía nuestro P. Leonardo García a confesarnos, y hubo muchas ocasiones que teníamos que hacer un gran esfuerzo para encontrar alguna falta para decirla en la confesión. Daba gusto confesarse con él, que, a pesar del dolor que sentía por una herida incurable, estaba siempre alegre, era buen consejero y director del espíritu, a mi parecer y el de mis compañeros; el P. Leonardo era un auténtico hijo de san Francisco.

El Maestro me encomendó el cuidado de sus canarios, en todo el patio había de estos animalitos encerrados en sus jaulas. Era agradable escuchar su canto alegre y armonioso los días de sol y en buen tiempo. No recuerdo bien el número de ellos, pero sí recuerdo que al acabar el año había más de cien. No lo hice tan mal, pues me regaló dos buenos cantores que, después de la profesión, llevé al coristado de Arequipa.

Las clases más importantes eran las del estudio de la Regla y las de Liturgia, ascética y mística; también estudiamos historia de la Provincia y de la Orden, música gregoriana, latín y castellano, éstas dos últimas a cargo del Padre Julián Heras.

El estudio de la Regla de san Francisco, leída con atención y si prejuicios, es una regla sencilla, candorosa, llena de amor y entrega al evangelio. Pero lamentablemente ha tenido muchas interpretaciones a lo largo de estos ochocientos años, pasando por etapas de dureza a las de manga ancha (como decía el P. Arciniega). En nuestro tiempo, ya a finales del siglo veinte, seguíamos con la interpretación alcantarina (la reforma de san Pedro de Alcántara), llena de preceptos, amonestaciones y recomendaciones que para unos jóvenes como nosotros nos parecía excesivo, pero éramos jóvenes y, por tanto, con bríos y sangre de héroes y capaces de eso y de mucho más. Nos gustaba y sacábamos el sabor de los modelos heroicos de nuestros santos franciscanos.

La liturgia también nos encantó con todas sus pompas y solemnidades, estábamos acostumbrados a vivirlas desde pequeños y, sobre todo, teníamos la conciencia formada de que a Dios había que darle todo el culto que se merece, con reverencia y honor y revestido de esa nube de misterio y pompas barrocas. El concilio Vaticano II estaba a punto de hacer públicas las conclusiones y reformas, y con él vendrían algunas normas nuevas, más entendibles y más cercanas a los laicos. La promulgación de las reformas llegó pronto al convento de los descalzos. Recuerdo que el Padre Maestro nos llevó a la capilla de la Virgen del Carmen, donde el Padre Guardián había reunido a toda la comunidad, para darnos a conocer algunas de las reformas, el encargado de leerlas y ensayarlas fue el P. José María Arnedo. Al domingo siguiente del ensayo celebró la santa misa conventual el Padre Martín Chavarri y la dijo toda en castellano, aunque todavía no con la cara al pueblo.

Al Padre Maestro no se le pasó ni un detalle de lo expuesto por el P. Arrendó, ni de la misa celebrada por el P. Martín, y nos hizo saber los errores y los aciertos, entre los errores estaban las palabras dichas en castellano de la Consagración y algunas oraciones que estaba mandado se dijeran en latín.

En el estudio de la Historia de la Provincia, nuestro Maestro exaltaba mucho a nuestros Misioneros, tanto los de la selva, como los de la costa, o lo que es lo mismo misioneros entre infieles no bautizados y entre los fieles ya bautizados. Entre los grandes misioneros resaltaba a san Bernardino de Siena y la escuela misionera dejada por él. En nuestra provincia también los hubo, comenzando por san Francisco Solano y seguido de una larga lista misionera de santos y mártires, especialmente los mártires de la selva. Nos decía que la sandalia franciscana había recorrido todo el suelo peruano llevando la doctrina cristiana, creando fraternidades de terciarios, de ahí el dicho: “Sea por Fraile o por hermano todo el mundo es franciscano”. No era muy partidario de que la Iglesia encomendaran parroquias a los religiosos a la petición de los Señores Obispos, por eso no miraba con buenos ojos a los religiosos que atendían la parroquia de san Francisco Solano del Rímac, los padres Ampuero, Caravedo, Cristóbal Saiz y Molinero, el motivo principal era que con esa obligación de atender a los feligreses tenían que dejar de asistir al coro para la recitación de las horas canónicas. Nosotros queríamos ser misioneros, pero al modo de san Francisco Solano.

La Ascética y Mística, sobre todo la ascética (vida sacrificada por amor a Cristo) la estábamos viviendo y practicando desde que pusimos nuestros pies en Anguciana, no era una novedad para nosotros. Esta asignatura la sabíamos más por práctica que por teoría, y de antemano la teníamos aprobada; en cambio, de la mística aprendimos la teoría, pero en la práctica salimos desaprobados, y no es porque no lo intentáramos, estoy seguro que sí lo fue. Recuerdo que en una ocasión, no sé bien el motivo, le dije al Padre Maestro que nuestra mayor preocupación durante la meditación era soportar el calor del verano, las pulgas que picaban a su gusto y la molestia de estar de rodillas sin tener siquiera dónde apoyarnos, y que para una mejor concentración la hiciéramos sentados. Ya podemos suponer la respuesta: no estaba conforme conmigo.

Nuestras celdas eran sencillas, cómodas y austeras; todas tenían ventana y claraboya o tragaluz; la puerta no tenía llave, la cama de madera y con una piel estirada, del colchón no recuerdo si era de hojas de maíz o de lana; en una esquina estaba el lavatorio, frente a la puerta estaba la mesa y en la otra pared una percha para colgar el hábito; algunas tenían una calavera que nos acompañó durante todo el año, cerca de la cama sobre una repisa, velando nuestro sueño. Como en el ámbito del noviciado había tantos animalitos: loros, ratones, cucarachas, alacranes, palomas y canarios, más las aves que en sus vuelos nos visitaban; y en el contorno estaba la vaquería y la chanchería, muy propicios, sobre todo en los meses de calor, para la proliferación de insectos, pulgas y chinches. Hubo un novicio del grupo anterior al nuestro que llenó un tubito de vidrio de estos molestos insectos, los guardaba vivos por tener escrúpulos de matarlos; también se dio el caso en nuestro grupo que Fray Martiniano, como era tan impulsivo, en su desesperación quería matar las pulgas a escobazos.

En nuestra modesta celda teníamos todo lo necesario que un buen novicio podría necesitar: los cuatro tomos del breviario y sus cuadernillos, los cuadernos y libros de estudio y de lectura piadosa, la túnica exterior y la capucha (que fueron las mismas para todo el año), una tuniquilla interior más corta y de tela más delgada, y los paños menores que nos llegaban hasta las rodillas (de estas dos últimas piezas sí teníamos de repuesto), dos cordones, el interior que era delgadito y el exterior más grueso, las sandalias y el manto. No estaba permitido usar calcetines, al menos sin un permiso muy especial del Padre Guardián. No teníamos pijama, pues según la regla solo podíamos tener dos túnicas (los que las quisieran tener), la exterior y la interior. Dormíamos con la interior, amarrada con el cordoncillo más delgado. No podíamos quitarnos el hábito para nada, ni para dormir, la túnica interior y su cordoncillo suplía al hábito.

Nos advertía el Maestro que no deberíamos quitarnos el hábito para nada, ni para hacer deportes, pues había oído decir que los coristas de Arequipa se quitaban el hábito para jugar al fútbol. Alguna vez se le preguntó al Maestro si había que ducharse con esa túnica interior, la respuesta fue una sonrisa burlona, dando a entender que era obvio que se podía quitar en la ducha. Había una pieza más que componía la suma de todo el atuendo del novicio: la disciplina o el azote. Éste era para castigarnos voluntariamente por amor al Señor; había días y horas señalados para esta práctica penitencial voluntaria: una ordinaria, los viernes de todo el año y otra extraordinaria, durante la cuaresma, que eran tres raciones más los azotes. Es estos días señalados, después de la cena, ya de noche, íbamos al templo, y cuando estábamos cada cual en su sitio señalado se apagaban todas las luces, el padre Guardián decía la primera estrofa del “miserere”, el resto de la comunidad lo recitaba, y mientras durara el rezo de este salmo se azotaba uno a sí mismo. Para que el azote diera en la carne y no en el hábito, nos lo levantábamos por el lado de la espalda de abajo hacia arriba y con la mano derecha nos azotábamos en los costados inferiores. El sonido que producía esta disciplina era interesante pues parecía ser el compás del rezo. Había algunas ocasiones, cuando la luna estaba llena y los faros de los autos enfocaban en las ventanas del templo, que se veía un espectáculo grotesco y, menos mal, que no hubo ningún chiflado al que se le ocurriera encender las luces. Los novicios, para que todo saliera impecablemente, ya habíamos ensayado varias veces bajo la dirección del Maestro. Además de los azotes comunitarios hacíamos una ofrenda especial de sacrifico en honor a la Virgen todos los sábados del año, pero dentro del noviciado y cada uno en su celda. Estas flagelaciones eran voluntarias y por amor a Dios y a La Virgen María, con el inconveniente de que si uno no lo hacía, o simulaba hacerlo, el Maestro, con la práctica de tantos años, conocía cuando uno se azotaba o azotaba al colchón, detalle que no lo pasaba por alto sino que lo decía con voz clara de potente trompeta para que lo escucharan todos los novicios y no hicieran trampas: Fray fulano, no se escucha la disciplina, Fray mengano, no le pegue al colchón, de modo que lo no obligatorio era voluntario a la fuerza. Pasado un tiempo, cuando ya había pasado más de medio año, me atreví a decirle al Maestro que siendo estos actos voluntarios y por amor, ¿por qué entonces había tanta vigilancia de su parte? Me dio sus razones, razones que habíamos estudiado en ascética; pero él siguió paseando por los pasillos durante la disciplina, pero ya no tan cerca de las puertas.

Había entonces en la salita para entrar en la cocina (lugar del refectolero) unas vasijas de piedra (en el Noviciado también) que filtraban el agua para el consumo, gota a gota iban saliendo por la parte inferior de la vasija a un deposito de arcilla, el agua era muy buena y potable; pero no por pasar por ese filtro carecía de bacterias, bacterias que a más de uno le ocasionaba cólicos estomacales y algunos novicios enfermábamos, pero no sabíamos si era por el agua o por otra causa, lo cierto es que hasta nos producía fiebre y malestar de estómago, algunas veces tuvimos que guardar cama. El maestro nos animaba diciendo que nos sanáramos pronto, porque de lo contrario corría peligro nuestra profesión. Yo creo que no era una amenaza sino una advertencia, pero producía su efecto porque poníamos tanto empeño de nuestra parte en sanarnos que, aunque estuviéramos mal, salíamos de la cama, o era tanto el temor de dejar el Noviciado involuntariamente y por la vergüenza de ser expulsados (que es lo mismo), como Santamaría, que nos hacíamos los valientes.

Con el tiempo nos íbamos acostumbrando a querer el coro; el oficio de las horas canónicas me parecía un cantar divino, la meditación de rodillas, los cantos litúrgicos, cantar en las misas, el ejercicio santo del vía crucis, la disciplina con el azote, y todo lo demás era dar un paso más cada día para alcanzar la santidad que el maestro nos proponía como meta. Hacíamos perfectamente las reverendas según el cargo y la dignidad de cada religioso. El repique y toque de campanadas en la distribución de las horas: ángelus, horas canónicas y llamadas al coro y para la oración.

Para llegar hasta el coro había grandes facilidades: los que vivían en el Claustro del Guardián había una subida, para los que vivían en el claustro Ayacuchano (los postulantes para frailes no clérigos) había otra, los que vivían en el claustro del Provincial y Noviciado había otra subida. Por la subida de los novicios, en un descanso donde volteaba la escalera, había una especie de altar con unos cajoncitos con un letrero escrito que decía: “de aquí se toma”, y en el otro, “aquí se deja”. A su tiempo el Maestro nos explicó que los nombres escritos en los papelitos eran para rezar por las almas de los religiosos muertos en los últimos años, a mi me toco por el Padre Manuel Iribecampos; también estaban las cuerdas colgadas de las campanas, las cuerdas con las que los novicios de turno teníamos que tocar. Pegada en la pared estaban las indicaciones de la clase de toques que había que hacer y a su tiempo, más una advertencia: “Un minuto antes no es la hora, un minuto después tampoco es la hora. Hay que ser puntualísimos”.

En el noviciado también teníamos una campana y un campanero por turno que nos indicaba los horarios de estudio, trabajo, oración, alimentación, recreación y descanso, todo se cumplía a cabalidad y a la mayor perfección posible y lo hacíamos con gusto y con esmero.

El coro de los novicios en general era bueno, gracias a la constancia del Maestro. Cantábamos a dos y tres voces, y también las voces de los novicios eran buenas: Lorenzo y Vicente y el chileno Spencer tenían voces de tenor, el boliviano Torricos, Martiniano, Amador y Cebrecos de barítonos, y el resto hacíamos de bajos, por lo que los cantos resultaban muy buenos. El órgano lo tocaba el Maestro y alguna vez el Padre Pelosi y también Fermín. En resumen, el coro era para nosotros algo que empezábamos a descubrir, algo bueno, y que nos estaba llevando a caminar por una dimensión desconocida. Le sacábamos gusto a la recitación de los salmos, a la lectura y a la meditación, y el tiempo se nos hacía corto y era el mejor momento de nuestro diario estar y vivir en el noviciado.

El cuarto del Maestro
El cuarto del Maestro era el lugar de nuestro suplicio en los primeros días de estar en el noviciado, no tanto porque teníamos que entrar en él, ni porque allí hubiera instrumentos de tormento, era por el mismo Maestro, al que le temíamos desde que expulsaron a Santamaría.
Todos los días antes de ir a tomar los alimentos del medio día teníamos que ir a la oficina del Maestro. El ritual era tocar a la puerta y decir “Avemaría Purísima”, si el maestro contestaba, entrábamos, de lo contrario había que esperar, una vez dentro había que arrodillarse y besarle el cordón, luego abrir el Ordo y comenzar a leer (el Ordo estaba todo en latín y con abreviaturas), si uno se equivocaba, el Maestro te corregía alzando la voz, casi gritando y de allí no salías hasta que todo quedara perfecto. Creo que los errores se debían más al miedo que a no saber leerlo, por eso, con el tiempo y conforme perdíamos el miedo, nos iba saliendo bien.

El comedor, como ya indicaba arriba, era amplio y largo. Antes de las comidas, comenzábamos con unas oraciones para la bendición antes de sentarnos, el lector señalado haciendo una profunda reverencia a la mesa del Guardián, decía en latín el Deus caritas esta… (Dios es Caridad, quien permanece en caridad, permanece en Dios y Dios en Él) y subía al púlpito a leer con voz clara y distinta, como nos enseñó nuestro Maestro. ¡Ay del novicio que se equivocara en la lectura, o que dijera algún disparate o una palabra mal pronunciada!, no se hacía esperar la protesta de la Comunidad y la voz del Guardián. La comida, en general, era buena y abundante, y los domingos y de fiesta mejoraba notablemente y hasta se permitía tomar un vasito más de vino.

Cuando ya estábamos sentados en nuestro sitio señalado, salían los servidores (novicios) con delantales blancos sujetando con las dos manos una tabla grande repleta de platos de comida, y las iban pasando de mesa en mesa, otros sacaban unas jarras con agua para poner en los vasos, y otros unos botellones con vino para servir en unos vasitos pequeños, el P. Maestro nos aconsejó que tomáramos vino porque era bueno para la salud.

Terminada la comida, a la señal del guardián, nos poníamos de pie, dábamos gracias a Dios, y rezando el De Profundis íbamos a la iglesia. Los novicios, que por turno tenían que lavar los platos, después de las oraciones de acción de gracias en el templo, regresaban a la cocina y lavaban los platos rezando.

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