lunes, 25 de mayo de 2009

La disciplina del noviciaco la cumplimos a rajatabla y sin errores.

No faltaban sin embargo las fallas y las faltas casi involuntarias, cometidas por exceso de puntualidad o por descuido. Por ejemplo: despertar en la mañana a los hermanos novicios a las tres y media en lugar de las cuatro y media (ocurrió más de una vez), equivocarse en las lecturas de los salmos cuando te tocaba el turno de hacer de primer o segundo lector, omitir un acento. Estos errores en el coro o en el comedor eran fáciles de detectar, porque los padres mayores empezaban a hacer un ruidillo con los pies advirtiendo de la falta, entonces ya sabía uno que esa era la señal de la equivocación, si era en el coro no te quedaba más remedio que caer derrotillas y arrastrar contigo a tu compañero y tenías que estar así hasta que la benevolencia del Guardián diera un toque de suspensión del castigo, entonces te levantabas y podías sentarte; si era en el comedor, enseguida escuchabas la voz del Guardián que decía: “repita”; si la falta había sido en el Noviciado, la culpa había que decirla al Padre Maestro. Era una ceremonia muy edificante y humillante, todavía recuerdo la formula y el modo: uno se arrodillaba ante el Guardián o Maestro, te ponías el cordón al cuello, y con la cabeza inclinada, hasta que el Guardián o Maestro te autorizara hablar, se decía: Reverendo Padre, Guardián o Maestro, santa y Venerable Comunidad, digo a Dios la culpa por todos los escándalos y malos ejemplo que he dado (especialmente por haber roto un plato, o por haber tuteado, o por otra cosa), por todo lo cual pido a Dios perdón y a su Reverencia penitencia por amor de Dios. El maestro o Guardián corregía, amonestaba y ponía la penitencia; si la falta atañía a la Comunidad, entonces la culpa se decía en el comedor y el Padre Guardián podía ponerte de penitencia rezar alguna oración o besar los pies a la santa y venerable comunidad. Esta santa costumbre se fue perdiendo, no sé si porque se encontraba fuera ya de tiempo, o porque parecía demasiado humillante, o porque fue disminuyendo el número de novicios pues hubo años que no entró ninguno al noviciado.

Sucedió que en el grupo de Lázaro Medina y José Luís Estalayo y demás compañeros esa práctica ya no se usaba. Pasados unos años, contaba el mismo P. José Luís (todavía era corista), que estando en el convento de Chiclayo, siendo Guardián el padre Policarpo Garrido (Picapiedra), le mandó un día echar la culpa en el comedor, José Luís no sabía qué cosa era eso ni como se hacía, entonces el Padre Pelosi (que estaba de visita y era Padre antiguo) le quiso ayudar dictándole que debería ponerse de rodillas en medio del Comedor, con el cordón en el cuello, etc. (José Luís no tenía hábito ni cordón) y decir la fórmula. Pero José Luís no tuvo paciencia y dijo: echo la culpa de todo lo irregular que sucede en este convento al Padre Guardián. Dicho esto, los que somos mayores y conocimos el genio del P. Policarpo, ya podemos imaginar…

Dominábamos perfectamente el manejo del breviario, sus tiempos litúrgicos, las fiestas de los santos, especialmente los de la Orden.El coro era también el lugar donde el Padre Guardián hacia las correcciones necesarias, especialmente los días penitenciales, en los que echábamos la culpa con toda la comunidad, incluidos los novicios; después el P. Guardián decía lo bueno que se hacía o lo que había que corregir, todo con mucha caridad y claridad, casi siempre sus quejas estaban dirigidas a la cocina, no porque la comida no fuera buena, sino que habiendo entre los frailes algunos ancianitos como él, quería que los alimentos estuvieran más cocidos y blanditos. Nuestro Guardián tenía fama de ser muy buena persona.

También en el coro se nos daban los ejercicios espirituales para la comunidad y para los novicios. Ese año se escogió al Padre Raimundo Guereta para que los dirigiera. Este padre era alto, serio, seco, no muy expresivo, preparado, pero le faltaba tono para llegar más al auditorio, colaboraba con el Padre Echevarría en la Comisaría de Tierra Santa. En uno de los días dijo algo así como que nosotros los franciscanos teníamos demasiados obstáculos para alcanzar la gloria, pues teníamos que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios, más los cinco de la santa Madre Iglesia, los tres votos de la profesión, más los veinticinco preceptos sacados de la regla de san Francisco y con obligación grave de observarlos, etc. Me pareció, no sé la opinión de los demás, que la observación del Padre Guereta era acertada, aunque al P. Maestro no le pareció nada correcta.
Nuestros paseos eran siempre dentro del territorio conventual, unos dentro y otros fuera del convento, los del interior eran cortos y obligatorios y los hacíamos en las mañana y en las noches, en las mañanas dos novicios íbamos con la matraca a despertar a la comunidad, y en la noche con el acetre del agua bendita íbamos rociándola por todos los claustros con el consabido “asperges”; cuando encontrábamos un fraile en la puerta de su celda o en los pasillos nos acercábamos a él y le dábamos el hisopo para que mojando los dedos se santiguara con el agua bendita, también era nuestra obligación apagar las luces de los claustros y pasillos.

El paseo fuera de los claustros era por la huerta del convento, huerta grande y fértil donde se cultivaban hortalizas y árboles frutales, este paseo era semanal y acompañados del Maestro. Era más distraído pues entrábamos en contacto con la naturaleza, al aire libre y acompañado del murmullo de las palomas torcaces y de alguna otra avecilla que habitaba por ahí. En uno de los paseos por la huerta vivos a Fray Cosme Medina jugando un partido de fútbol con los empleados civiles del convento, nos invitó a jugar y no nos faltaron ganas, pero el Maestro, que siempre iba con nosotros, no hizo el menor caso. Creo que el Maestro no era aficionado al fútbol, en cambio las corridas de toros le gustaba, en la feria de octubre veía las corridas en el televisor del recreo de la Comunidad.

En el año de noviciado tuve la oportunidad de salir dos veces a la calle, una al oculista y otra cuando fuimos con el Padre Maestro a la inauguración y bendición de una capilla de las Religiosas Concepcionista que vivían en el convento en la Avenida Avancay, en plena ciudad de Lima.

En el oculista me sucedió un caso muy curioso. Fui acompañado de Fray Mori, pues un novicio no podía salir solo a la calle, y cuando me tocó mi turno entré, saludamos al doctor y le dijimos que era novicio del convento y de los Descalzos (para que no cobrara la consulta), el doctor me sentó en una silla, me estuvo probando lentes hasta que acertó con los cristales que yo necesitaba; terminada esta operación me mandó pararme (modismo peruano de estar de pie): “Párese”, me dijo; yo intenté moverme lo menos posible. Pero como me lo repitiera otra vez, hice mi mayor esfuerzo para estar lo más quieto posible y hasta la respiración la detuve, pero el oculista lo pensó mejor y me dijo que me podía levantar, así lo hice.

El día 27 de agosto tuvimos un entierro en los Descalzos, había muerto un Padre del convento de Barranco, el Padre Pedro Bautista Soley. Su cadáver fue trasladado al convento de los Descalzos y velado en la capilla del Carmen. Los novicios acudimos por turno a hacer la guardia y a rezar por su alma, y al día siguiente fue el funeral. La santa misa fue presidida por el P. Custodio (Vicario) de la Provincia y Comisario de Tierra Santa, P. José de Echeverría, por ausencia del P. Provincial. Asistió mucha gente, unos de Lima y otros de Barranco. Terminada la misa, bajamos a la Iglesia para el responso final y acompañar el sarcófago en procesión hasta el cementerio del convento. Me llamó la atención ver llorar a los padres más antiguos de pena y del sentimiento de perder a un hermano con el que habrían corrido tanta aventuras espirituales juntos. Esas lágrimas me alegraron mucho, porque echaba por tierra el dicho de Voltaire: “los frailes se juntan sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse.

El otro entierro fue en el mes de diciembre, el ocho, día de la Inmaculada Concepción. El día anterior, el siete, después del rezo de vísperas, el Padre Provincial nos invitó a que lo acompañáramos a la celda del Padre Francisco Aramburu, de 94 años de edad, se le iba a administrar los santos óleos. Cuando llegamos a la celda del enfermo, el Padre provincial le pidió que dijera la culpa, nosotros esperábamos fuera, pero oímos la débil voz del enfermo diciendo la culpa. Ese acto fue muy edificante para nosotros y lo comentamos en el recreo de la noche.

Al día siguiente, estábamos en el comedor tomando el almuerzo de fiesta, de pronto entró un hermano y se acercó al Padre Provincial y le dio la noticia de la muerte del Padre. Nosotros también en la noche hicimos la guardia y las oraciones por el eterno descanso de su alma.

Fue un entierro de los que pocas veces se ven, pues el P. Arámburo era muy conocido por el pueblo limeño y muy querido y considerado por las autoridades civiles y militares, entre las personalidades importantes estuvo el Padre José Mojica.

Muchos años después, en 1983, presencié un caso interesante de fallecimiento ocurrido en los Descalzos, yo estaba de vacaciones en Lima y ocurrió durante la misa conventual que se celebraba en la capilla del convento nuevo, dentro de la comunidad. Al comenzar la misa que se levanta el hermano Bernardo Ivorra, se dirige con una señal de la mano (como se acostumbraba en nuestro tiempo para pedir confesión) a Monseñor Odorico, que al momento se levanta y lo sigue, lo mismo hizo para pedir permiso al Guardián, P. Mario Brown, pues se sentía morir. Terminada la misa, y como el hermano no había regresado (monseñor Odorico sí), fueron a su cuarto y lo encontraron muerto en la cama y le había dado tiempo de cambiarse el hábito viejo por el nuevo, todo lo tenía planificado, hasta pedir confesión y permiso para morirse.

Los novicios enfermos.
El primero en enfermarse, ya casi por terminar el año, fue Fray Vicente García, este chico era algo retraído, introvertido y escrupuloso. Poco a poco lo veíamos con cara de preocupación y triste, como no se comunicaba mucho con nosotros, tampoco nos atrevíamos a preguntarle, pero su mal iba aumentando de día a día. Parece que el Maestro tenía conocimiento de ello, pues con frecuencia lo visitaba. Nunca supimos lo que le había ocurrido, suponíamos que estaba pasando una crisis. Hoy día, analizando el caso, creo que debió ser una depresión, ya que su ánimo había descendido considerablemente, no quería salir de su celda e incluso obtuvo permiso para estar varios días en cama. Debió hacer un esfuerzo grande para salir adelante, pues no perdió el año de noviciado, recibió voto blanco e hizo la profesión.

Hubo otro enfermo más grave, Fray Roque Chávez, no sabría decir qué enfermedad tuvo él, pero debió ser algo serio pues hubo que llevarlo al hospital donde estuvo varios días, uno o dos más de los permitidos para no perder el noviciado. Cuando se recuperó y volvió a noviciado, ya no había modo de hacer la profesión según las normas de nuestro tiempo.

La Navidad.
Siguiendo la costumbre franciscana, desde el tiempo de san Francisco, y siguiendo su ejemplo, en nuestras comunidades hemos dado siempre a estas fiestas lo mejor de nuestros obsequios al Hijo de Dios por haberse encarnado y hacerse nuestro hermano. Si en el Callao me sentía tan arrobado ensayando los cantos de Navidad, mucho más lo fue en el Noviciado, aquí aprendimos cantos nuevos gracias al Padre Maestro y a las buenas voces de mis compañeros novicios, los cantos los aprendimos pronto y bien. También la liturgia del tiempo de Adviento nos iba preparando, abriendo el camino que nos conduciría derechos a Belén para encontrarnos con esa santa y encantadora Familia (María, José, y el Niño), llena de virtud y gracia. Cada día avanzábamos un poco más y veíamos más claro la ternura de Dios hacia nosotros al enviarnos a su Hijo. Nos encantaba la liturgia de Adviento, ese tiempo de espera se nos hacía largo pero seguro, pero nuestra constancia de espera se vería plenamente colmada. Llegamos al canto del “Oh”, que un padre de la Comunidad lo entonaba cada día lo mejor que podía en el coro. Terminada la liturgia, llenos de alegría, íbamos la comunidad y novicios a felicitar al Padre cantor, éste nos obsequiaba caramelos, nueces, estampas o lo que tuviera.

Con ansiedad esperábamos la misa de media noche de Navidad. Por fin llegó y casi volando subimos al coro para la santa misa y poder cantarle al Niño Jesús todo lo que habíamos aprendido para él. Fue una noche maravillosa, se estremecían nuestros corazones de gozo, en todos los rostros de los frailes se notaba la paz y el sentimiento de amor a ese Divino Niño. Este estado de felicidad se consigue, como lo conseguimos nosotros, por el ambiente de recogimiento, preparación y fe que entonces vivíamos y se desbordaba en todo el noviciado y en el convento.
Después de esa Navidad siempre hemos vivido un ambiente de fiesta, y en nuestra memoria ha quedado muy grabada la Navidad del Noviciado.

Estábamos a un paso de hacer nuestra Profesión de votos simples por tres años. Todo era preparación para ese día, comenzando por lo material e impulsando lo espiritual. En lo material, lo primero era el hábito talar y las sandalias. El Hermano Bernardo Iborra era el sastre de la Comunidad de los Descalzos, que por muchos años vistió a tantos religiosos. Este hermano era de carácter alegre, sencillo, atento y muy cumplidor de la disciplina, tenía grandes cualidades artísticas, buena voz de bajo profundo, pintor, escultor y sastre; también era amante de las avecillas, especialmente de los canarios y otras aves raras del contorno conventual. Uno por uno pasamos por su oficina (taller), nos midió de arriba abajo, tomó nota de los nombres de cada uno y nuestras medidas: también pasamos por el hermano zapatero siguiendo el mismo procedimiento, para así estrenar sandalias y hábito el día de nuestra profesión. En el noviciado dedicamos el tiempo de todos los recreos en la confección de cordones y aprendiendo a anudarlos con los tres nudos reglamentarios; repasábamos una y otra vez la fórmula de la profesión. Recuerdo que un hermano, del grupo anterior al nuestro, le dieron a leer la formula (en castellano), Yo, N……. N……., la toma en sus manos y dice: Yo, ini… ini….

Como era costumbre el día de Reyes el Señor nos dio nuevos hermanos para prepararse y entrar al Noviciado, eran nuestros compañeros del cuarto año de estudios del Callao. Llegaron puntualmente a las tres de la tarde y, siguiendo la tradición, los esperábamos en la antesala del Noviciado. No sabíamos cuantos vendrían, pues no tuvimos ningún contacto con ellos desde que salimos del Colegio Seráfico, pues no estaba permitido hacer visitas a los novicios. Sentimos la llamada a la puesta y, con el Padre Vicente Palacios a la cabeza, estaban todos los postulantes, el padre los fue haciendo pasar uno a uno: Felipe Aguilar, Ángel Soto, Percy Chávez y cuando le tocó el turno a Luís Bueis, le dijo: tú no entras. Nuestra alegría de recibir a los pre novicios se nos vino por los suelos al no dejar entrar a Luís.

Como era de esperar, la Profesión Simple del 14 de febrero de 1965 ante el Padre Provincial resultó impecable y muy solemne. Sentimos como algo especial de cada uno y de todos al emitir la profesión, en nuestra voluntad teníamos resuelto la firmeza de que era una profesión de por vida y hasta que el Señor nos sacara de este mundo. Radiamos de gozo, lo contagiamos a la Comunidad. Además de la profesión se hacía la promesa de “Pro testa”, es decir, de ir a las misiones cuando nuestros superiores lo estimaran necesario. Con la Profesión religiosa nuestra vida de novicios había terminado y comenzaba la de dar testimonio de nuestro ser franciscanos ante el mundo, viviendo el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, al modo de Fray Francisco de Asís, y cumpliendo su Regla o Libro de la Vida y “sin prosa”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario