sábado, 25 de abril de 2009

Nuestro viaje a Arequipa.

Llegó por fin el día en que tuvimos que decirle adiós al convento de los Descalzos, cargados con un fuerte legado de recomendaciones de parte del que fue nuestro Maestro y una fuerte obligación por cumplir todo cuanto habíamos prometido. En nuestra larga carrera hasta nuestra meta que era la de ser misioneros en el Perú ya habíamos cumplido tres etapas: Anguciana, Callao y Lima y, de ahora en adelante, emprendíamos la cuarta, no sin temores, pero con entusiasmo de culminarla florecientemente con la formación científica de la filosofía o ciencia del saber.

El trayecto, según nos dijeron, era largo y pesado por las carreteras que recorren el desierto del sur. En nuestra dotación para la mudanza llevábamos lo puesto, más algunos recuerdos de nuestro pasado español, muy poco, y algunas fotos, cartas y una jaula con dos canarios que me regaló el Maestro, por lo que no necesitábamos de maletas, con una cajita o bolsita bastaba. A mí, por ser el mayor, me dieron un poco de dinero con la obligación, según la regla, de entregar todo lo sobrante al próximo Maestro, y este dinero era por si en el camino hubiera menester alguna cosa...

Llegamos a la ciudad de Arequipa
Desde que salimos del convento de Lima, hasta que llegamos al convento de san Genaro (Recoleta) de Arequipa habían pasado más de veinte horas de viaje y, gracias a Dios, no hubo ningún percance en el camino.

Entramos en nuestro convento a una hora un poco inoportuna, pues la comunidad estaba en silencio riguroso, que así se llamaba a la siesta, pero felizmente el hermano Antonio Apaza nos estaba esperando. Pasamos por el patio de la Sacristía para no atravesar el de la portería donde los frailes estaban descansando en sus cuartos, y en este patio que da a la sacristía nos encontramos con un padre (José Antonio Leonardo) que apoyado en la pileta estaba leyendo el periódico, era hermano del Padre Gustavo que estaba de visita, y seguimos nuestro recorrido hasta nuestros cuartos del coristado. Pudimos lavarnos y estar listos para tomar un bocado en el comedor (refectorio), y mientras tanto, poco a poco, fueron saliendo los frailes: el Padre Jesús Goicoechea que sería desde ahora nuestro Maestro, el Padre Gustavo Leonardo, nuestro Vice maestro, y con el ruido que hacíamos fueron saliendo los coristas a saludarnos. Y todos me preguntaban mi nombre y de dónde era pues no me conocían.

Nosotros, que llegamos con el temor de perder todo nuestro crédito de espiritualidad, cuando vimos a nuestros coristas mayores con mucha soltura y tratándonos de tú tuvimos un poco de reparo, y nos sentíamos responsables de hacerlos meter en vereda conforme a la voluntad del Maestro de Novicios.

El coristado de Arequipa era nuevo, de cemento armado, de dos pisos y una hermosa terraza, elegante y práctico. Proyectado para tener forma de U, faltaba por construir la parte más estrecha; el piso del suelo del patio estaba lleno de escombros y al final se veían un hermoso campo deportivo y la huerta. En el coristado vivía el Padre Maestro, Vice Maestro y el Padre Buenaventura Martínez, el filósofo.

A las cuatro de la tarde fuimos al comedor a tomar la merienda y de cinco a seis jugamos un partido de fútbol, nosotros con el hábito remangado y ellos sin hábito y con pantalones. A las siete nos subimos al coro a rezar el oficio divino. A las ocho tuvimos la cena, y después de la cena fuimos al salón de recreo de los Padres para presentarnos y saludarles.

El Padre Guardián, Guillermo Manero, no se encontraba en esos días en el convento, pero sí estaban presentes los padres, Fernando Sainz, Felipe de Jesús Gil, Pedro Barbero, Santiago Sáiz, y faltaba José Caravedo y algunos más.

Nuestras habitaciones eran cómodas y bonitas y recién construidas, eran de mediana dimensión, quizás de cinco por seis metros, con dos ventanas, cuarto de baño y ducha; en la habitación había una mesa, una cama y una repisa para poner los libros o la ropa. Me tocó habitar en la primera planta y tener por vecino al P. Vice Maestro.

En vacaciones tendríamos como una hora de recreo nocturno. En una esquina de la segunda planta, subiendo las escaleras, a la derecha había una sala grande con mesas sillas y un sofá, más una radio y algunos juegos para distraernos, aunque la mayoría de los coristas preferían pasear por la terraza o por los pasillos.

En el coristado había una hermosa campana para despertar y, siguiendo el ejemplo del noviciado, también se tocaba con la mano en la puerta de cada uno. En nuestra nueva residencia el horario ya era más llevadero, pues ahora nos levantábamos a las seis para estar en el coro a las seis y media. La costumbre era formar en dos filas y, cuando ya estábamos todos, emprender el camino al coro.

En el coro seguíamos el mismo orden y método del noviciado con respecto al rezo de las horas y la meditación, tan solo cambiaba un poco el horario.

El desayuno era más pobre que en los Descalzos, lo mismo la comida del medio día y de la noche, pero no era tampoco como para pasar hambre.

Se nos hacía muy larga la mañana y sentíamos hambre pues, desde el pobre desayuno hasta el almuerzo del medio día, había un intervalo de cinco horas y había días con tanta hambre que con gusto nos habríamos comido un pedazo de pan duro.

A los pocos días de estar en Arequipa hicimos un viaje a Camaná, provincia costera del departamento de Arequipa, colindante con el océano Pacifico, y donde las hermanas franciscanas nacionales (Franciscanas de la Inmaculada Concepción) dirigían un colegio de mujeres. La Madre Superiora estaba cumpliendo bodas de plata, fluimos a felicitarla, y el Padre Maestro nos acompaño. Al medio día celebró la misa de los veinticinco años de profesión y predicó un sermón muy bonito, sencillo, fácil de comprender, pero profundo en su significado de vida consagrada al servicio de Dios y de la Iglesia. Pasamos un día muy bueno, y hasta pudimos ir a la playa.

Regresamos a la Recoleta, (nombre popular con que conocía la gente nuestro convento).
Teníamos mucho tiempo libre por vacaciones y lo dedicamos en mil maneras de entretenernos, desde jugar al fútbol, hasta estudiar, especialmente aquellos cursos más difíciles, repasar cantos y aprender nuevos de los que iban saliendo después del Concilio, pues en las nuevas directrices se proponían cantos litúrgicos más populares y que el pueblo pudiera cantar.

En el convento, en la parte final de la chacra (lo que ahora es el Instituto tecnológico), había una acequia en la que siempre corría el agua, allí el hermano Juan (conocido como Homero) tenía una granjita de animales menores: patos, gallinas, palomas cuyes y conejos, pero sin mucha disposición y sin espacios señalados para cada especie. Los conejos, siguiendo su instinto, estaban haciendo galerías o cuevas subterráneas donde las madres colocaban sus crías. El hermano se empeñaba en que parieran en unos nidos que les había hecho, le sugerí que empedrara el piso y así ya no podrían escarbar, y lo pensó, pero le pareció trabajoso. Me ofrecí a hacérselo a cambio de un conejo para cocinarlo y poder dar una merienda a mis compañeros, y aceptó. El trabajo lo terminé pronto y el hermano cumplió su palabra.

Le propuse hacerle otro trabajo para los nidos de las palomas a cambio de una coneja, le pareció bien y así quedamos. Yo pensé, ¿por qué no tener en la huerta del coristado una conejera propia? Hablé sobre el tema con Plácido Calvo, que me apoyó en la idea y en la construcción de una jaula para conejos.

Un día Homero nos visitó para ver nuestros avances, se fijó en el macho que nos había dado y vio que era de los más chuscos que tenía. Me dijo que le devolviera el conejo y que iba a ver qué podía hacer. Ese mismo día regresó con dos conejos de raza fina, uno era macho y otro hembra. Supe que se fue al mercado con el conejo chusco, allí, como era tan hablador y carismático, consiguió cambiarlo por los dos de raza fina. Fue con este símbolo que emprendí (aprendí) a tener una fértil granja de conejos, aunque poco a poco.

Un acontecimiento sorprendente sucedió en los días de vacaciones y fue la llegada del hermano Andrés Roldán y sus ayudantes laicos, uno de nombre Demetrio y el otro Rafael, y venían trayendo carneros que habían sido donados en su gira por las gélidas llanuras del Puno. Ya, con anticipación, el Padre Fernando, que era el Vicario Conventual, estaba inquieto y preocupado, ordenando y disponiendo la preciada limosna que serviría de alimento para la gran familia franciscana y, ahora, aumentada con ocho bocas más. Cuando llegó el rebaño, todos los estudiantes colaborábamos para que los animalitos fueran derechos al aprisco, fue un trabajo divertido pero ensordecedor por el balar de las doscientas ovejas y carneros que traía. Llegaron flacas, famélicas, viejas, sucias y mal alimentados pero, con la hermosa alfalfa que se daba en nuestra huerta, muy pronto recuperaban el peso y la salud. Fray Andrés era una persona agradable, de trato sencillo y ameno, tenía un buen sentido del humor y se sentía muy satisfecho de apoyarnos con su esfuerzo y sacrifico, y nosotros lo tratábamos como a un padre bueno que velaba por el bienestar de sus hijos. El Padre Fernando, como vicario, era el que mejor sabía valorar el oficio de limosnero, pues sabía que sin recurrir a la “mesa del Señor” la comunidad de Arequipa, que era pobre en recursos económicos, lo iba a pasar mal. Nuestro buen hermano Andrés descansaba un poco en la tranquilidad del convento después de la gira y se reponía espiritual y corporalmente para emprender otra gira misionera y limosnera por los valles de Moquegua y Tácna.

En estas giras por la costa sur del Pacífico, las limosnas eran de otro género, pues aquí se recogía pallares, aceitunas, maíz, camote y hasta vino. En una ocasión, contaba el llamado Juan (“Homero”), que tocó a la puerta de un protestante pidiéndole limosna por el amor de Dios y se pusieron a discutir, el protestante queriendo que el hermano cambiara de religión, el hermano quería hacer lo mismo con él, como no cedían ni el uno ni el otro, el hermano, le dijo: basta, me has hecho perder todo el día y no he recogido nada. No es cierto, le dijo el protestante, y le dio tres sacos de maíz.

Siempre que regresaban de sus giras apostólicas dando testimonio de fe evangélica y minoridad franciscana, tanto de palabra como de obras, nuestros hermanos regresaban alegres y felices, y trayendo también alguna rareza, como era el caso del hermano Homero que venía con sus gallinitas y palomas, de las gallinas, unas tenían el pescuezo sin plumas, otras tenían muchas plumas en las patas, otras eran enanas y otras eran de las de pelea; unas ponían huevos verdes, otras blancos y otras rojizos; de las palomas, unas eran mensajeras, otras comunes y otras colipavas. Nosotros nos interesamos por las palomas mensajeras, por la habilidad de estas aves de volver siempre, tarde o temprano, a su palomar. Conseguimos que nos las diera y accedió, aunque no a su gusto.

Los coristas éramos siempre ingeniosos, por eso montamos en la huerta del coristado un buen palomar, esperamos a que las palomas hicieran su nidada y salieran los polluelos para poder abrir la ventana de la prisión y así tener asegurada la pareja, porque cuando estas hacen nido ya no lo abandonan. Hacíamos, siempre que pudimos, los experimentos necesarios para ver si eran o no mensajeras, en todas las pruebas siempre salían positivas, pero la prueba de fuego fue cuando en un paseo que hicimos a Camaná con una paloma, y no quisimos arriesgar más y la paloma experimental, regresó después de una semana.

Había en la huerta del coristado un perro, que a decir del P. Martínez, tenía una psicología muy especial y buen olfato, el perro se llamaba “chocolate”, era regular de alto, y fuerte y poco sociable; defendía su territorio a todo trance o problema, aunque fueras el dueño de casa. En una ocasión, chocolate y el filósofo P. Martínez, se encontraron cara a cara en la huerta y el padre lo pasó peor, pues fue mordido por el perro. Sabemos que al poco tiempo, después de este encuentro, el pobre perro murió, no supimos los motivos ni circunstancias de su muerte, pero las sospechas recaían en el encuentro y mordida en el paseo de la huerta.

Al poco tiempo de la muerte de “chocolate” comenzaron los robos nocturnos en el coristado y en la huerta del convento, primero alfalfa y luego palomas. Nos quedamos sin palomas y sin ganas de volver a tener más.

Se acercaba el inicio de clases, ya estaban en casa todos los profesores y también el Prefecto de estudios, que residía en Ocopa, el P. Lucas Hernando.

Una mañana el P. Maestro tocó la campana y salimos a ver para qué era, nos ordenó que nos colocáramos en frente de las escaleras que suben al segundo piso porque el padre Prefecto quería hablarnos, y allí nos habló. Puestos en orden esperamos unos minutos, y apareció el P. Lucas, un fraile joven de buena estatura, delgado, con andar un poco lento pero seguro, la cabeza levantada, de ojos vivos y expresivos, y nos echó un discursito referente a los estudios de filosofía, de lo exigente que iba a ser con nosotros, pues quería que estuviésemos bien formados en esta ciencia tan útil para entender mejor, en su tiempo, la teología, y también nos serviría para llegar a ser sacerdotes santos y sabios. Terminó el discurso, le aplaudimos y le agradecimos sus palabras. Yo le pregunté a Fermín Cebrecos qué le había parecido el padre, y me contestó que era un loco. Lo tomé a risa, porque el Padre dijo palabras que me agradaron.

También vino el Padre Provincial a visitarnos y a interesarse por la parte que faltaba para concluir la obra del Coristado. El lugar para escucharle fue el mismo que para el Padre Lucas, pero su venida fue más práctica y provechosa y nos aseguró que pronto se iniciarían las obras del pabellón que faltaba por construir.

Ya teníamos la lista de nuestros profesores y los cursos que tendíamos con ellos: Historia de la Filosofía, Crítica, Lógica y Cosmología con el padre Leonardo; Francés, metodología y Psicología Experimental con el P. Pedro Barbero; Inglés con el P. Caravedo; Espiritualidad Franciscana y Dirección Espiritual con el Padre Maestro; Música con P. David Martínez; y nuestros confesores serían el P. Fernando y el P. Gil.

El Padre Leonardo era en ese tiempo, a mi modo de ver, una persona amante de la filosofía, reservado, deportista, silencioso, capaz y conocedor de los talentos de los coristas.
El Padre Pedro Barbero era muy extrovertido, moderno, luchador, de buen corazón, amigable, deportista y con la cabeza llena de proyectos.

El Padre Caravedo era muy ameno, descuidado, olvidadizo, amigable, artista y con buena voz de bajo, vanidoso y con vocación de servicio social.

El Padre David Martínez era apasionado del arte, muy nervioso, ordenado, comunicativo, ameno, escrupuloso, buen pedagogo, tenía una gran sensibilidad para la música, compositor y amante de la naturaleza.

El Padre Maestro, Jesús Goicoechea, era correcto, preparado, sencillo, espiritual, capacitado y amante del silencio y del orden.

Las clases que más me gustaron fueron la de Historia de la Filosofía, Psicología Experimental, y las charlas que daba de espiritualidad el P. Jesús, pues eran profundas, amenas, metódicas y didácticas.

De nuestros confesores (Padres Gil y Fernando), el más frecuentado fue el Padre Fernando, no tanto por lo que uno necesitara confesarse, sino por estar un rato con él y sacarle algunos cigarrillos. Tenía un corazón de niño tierno, le gustaba renegar y renegaba por cualquier cosa, pero eran reniegos que te hacían reír. En su cuarto y fuera de él era un hombre inteligente que sabía aconsejarte con tacto y simpatía y era preparado para la predicación, pero muy nervioso.
Nos contaron una anécdota que ocurrió años atrás cuando el Padre Luis Blanco vivía en Arequipa antes de su destierro a Huaraz con el P. Fernando Saiz. Resulta que una señora se confiesa con el Padre Blanco, según ella, de un pecado muy irrespetuoso y vergonzoso, el padre la anima, pues en la misericordia de Dios, cuando hay arrepentimiento hay perdón; pero la pobre mujer le vuelve a decir que es muy vergonzoso, que a ella nunca le había pasado. Bueno, dijo el padre, ¿cuál es tu pecado? Mire, padre, sin querer se me ha escapado en la iglesia una gasecito (pedo). Pues sí, dijo el Padre Blanco, eso es grave y yo no tengo experiencia de la penitencia que hay que poner, vete donde el otro padre que está en el confesionario de enfrente, que es muy bueno y tiene más experiencia. La pobre mujer hizo caso al padre, pues quería quitarse de su conciencia ese pecado. El padre Blanco para ver si la mujer había obedecido, sacó la cabeza por la ventanilla del confesionario y vio cómo el Padre Fernando también asomó la suya, pero muerto de risa.

Pasada la Semana Santa, comenzamos las clases. Los libros de estudios eran unos en latín y otros en castellano. Todos mis compañeros teníamos interés en aprender filosofía, pues la considerábamos la ciencia del saber y nos abriría de par en par los ojos para saber de todo, el atributo de la vida de lo bueno y de lo malo, y sería llegar a saber el porqué de las cosas, el ser y el no ser y abría en nuestro interés del gran fisgoneo. Después nos dimos cuenta que todo era muy enredado y complicado, pero nos gustaba y especialmente la crítica de la razón.

En el ínterin o continuidad de nuestra formación espiritual y filosófica, en la jaula de los conejos habían aparecido como ocho más, pequeños, bonitos, impacientes y hambrientos y esto nos hizo pensar en dónde colocar esas bellezas de criaturas orejudas y la solución fue fabricar una jaula más y que sirviera de crianza de los ya maltoncitos conejos. Cada día crecían gracias a la abundante y nutritiva alfalfa de la huerta. Llegó un momento que, estos lindos animalitos tenían hermanitos tiernos, aunque ellos no lo sabían pues vivían separados de sus padres, entonces para las pequeñas crías tendríamos que buscadles habitación en el momento de separarlos de sus progenitores. Eran urgentes nuevas jaulas, pues la familia se multiplicaba como lo que erar, conejos. Porque de los dos conejos de raza fina fue creciendo la familia conejera y habría que separar machitos de hembritas, pues ya jugaban a papá y mamá. Escogimos las hembras más crecidas para madres de cría, porque de momento machos no necesitábamos, y aprendimos a castrarlos y a engordarlos para el servicio de alimentación a la Comunidad.

Cuando se derrumbó el coristado antiguo para hacer el nuevo, muchas de las maderas y vigas estaban amontonadas en un cuarto cerca de donde vivía Demetrio, al que llamaban popularmente “cartucho” por ser soltero, de esos escombros nos proveíamos para nuestra construcción y el resto de cosas la proveía el hermano Homero, como clavos y tela metálica; no teníamos martillo ni sierra (pero sí unas buenas piedras), también de estas dos herramientas nos proveyó el hermano... Como es de suponer todo esto era al margen del permiso del Maestro y, como no nos lo prohibía, seguíamos adelante.

En poco tiempo ya conocíamos Arequipa por sus cuatro puntos cardinales, era una ciudad bonita, elegante, bulliciosa y comercial. Por medio de la ciudad corría el río Chili, no de mucho caudal, pero sí de aguas limpias y frescas de las nieves. Un grupo de coristas nos gustaba ir a este río por su parte más alejada de la población y lo más arriba viable. Encontramos un lugar imaginativo, con buenas pozas, sin mucha correntada de agua limpia, capaz de aparentarnos en nuestra imaginación una piscina, y para no desperdiciar la oportunidad, y como si fuésemos peces nos introducimos en el agua. Todo esto había que hacerlo a contra reloj, pues no podíamos llegar tarde para la hora del coro.

El estudio diario y el horario comunitario nos hacían la vida algo rutinaria y disgustada, estábamos necesitados de emociones, por eso a nuestra salidas dominicales (las hacíamos por grupos) habría que darles mas vibración, para eso se me ocurrió asar un conejo de los maltoncitos, fruto de la primera camada, pero había que sazonarlo con algo espirituoso, ¿pero cómo?, ya lo sé, dijo Luís Martín: el hermano Apaza, yo me encargo. Y se encargó muy bien y todo salió a pedir de boca. Yo asé el conejo, y la bota de beber a la española estaba casi llena de vino gracias a las razones que le daría Marín a Fray Antonio.

Llegó el padre Carlos Mariano Lafuente, unos días antes de emprender viaje el Padre Gustavo Leonardo, para viajar a Roma a especializarse en Filosofía. Con la llegada del P. Carlos a nuestra casa de estudios hubo cambios muy significativos. Como se había especializado en Economía, una ciencia que de acuerdo con nuestra posición franciscana no era de mucha utilidad, pero, supongo, que habría sido tratado por los superiores mayores y nosotros no éramos nadie para censurar.
Todavía seguíamos esperando al Padre Lucio Ortega que vendría como Vice Maestro en reemplazo del P. Gustavo. Tardó en llegar y no fue nuestro Vice Maestro.

Mis canarios cantaban que daba gusto escucharlos, sobre todo al medio día, a esa hora llenaban de gorjeos todo el coristado. Nadie se había quejado y nadie los tomaba en cuenta, pues ya se habían acostumbrado a sus trinos.

Un día, a la hora del silencio riguroso (siesta), el Padre Maestro y el Padre Carlos paseaban por el pasillo del coristado y tocaron en mi puerta, salí, y me dijo de frente el Padre Lafuente: ¿por qué no vendemos uno de tus canarios?. Por qué, le contesté. Es que así podríamos comprar dos gallinas de postura. Mirando al Padre Maestro le hice un gesto, a lo que el Maestro dijo unas palabras del evangelio: “no solo de pan vive el hombre…”. Después me enteré por qué sabía el Padre Lafuente que me darían dos gallinas de postura.

Esa misma tarde me preguntó si ya lo había pensado, al día siguiente también y no cesaba de apurarme. Me disgusté, y para deshacerme de tanta impertinencia, le dije que sí y que se lo podía llevar. Mandó en la mañana al hermano Homero a recogerlo y en la darte ya teníamos dos gallinas blancas y de postura que las acomodé como pude entre los conejos. Comenzaron a poner y ponían cinco huevos seguidos (uno por día) y descansaban un día. Yo los fui guardando, y a los quince días pudimos comer huevos en el desayuno. Como era muy larga la espera (cada dos semanas), de nuevo, el P. Carlos no me dejaba ni a sol ni a sombra con la misma cantinela sobre el otro canario, y no paró hasta conseguir que lo cambiara por otras dos gallinas. Le escribí al Padre Arciniega, le dije la suerte de los canarios y que sentía molestarlo por lo sucedido. El padre Arciniega le dio la razón al Padre Lafuente, por el voto de obediencia.

Entonces, en vista del éxito de los huevos en el desayuno, a Placido Calvo y a mí se nos ocurrió hacer un gallinero en forma, pues teníamos los materiales necesarios: sillares (piedra calcárea volcánica de Arequipa) del derrumbe, tierra para hacer barro y ganas de trabajar. Recuerdo que conforme íbamos avanzando, el P. Guardián y los profesores nos miraban, pero no nos decían nada. Llegó un momento que teníamos que techar, y como en la huerta había bastantes árboles de eucalipto, con un hacha que nos proporcionó Rafael cortamos unas cinco ramas grandes para vigas de techo. Y por este hecho, el Padre Guardián nos llamó seriamente la atención, pues no le habíamos pedido permiso para cortar, pues para cortar árboles había que pedir permiso al Provincial.

Terminada la obra, el Padre Lafuente la aprobó y nos prometió comprar cien pollitas de postura, promesa que cumplió. Ya fui entendiendo para qué servían sus estudios de economía. Había crecido considerablemente nuestra conejera, ya podíamos sacrificar conejos dos veces por semana para el servicio de toda la comunidad. Algo después, cuando las pollitas comenzaron a poner, también podíamos servir un huevo en el desayuno para cada religioso y, con estos agregados mejoramos bastante bien la comida, aunque seguíamos teniendo hambre en las mañanas.

El hermano Homero siguió influyendo en nuestras vidas, no en sentido negativo, sino creativo. Resulta que en nuestro territorio conventual había crecido un considerable número de gatos, unos de casa y otros de las colindantes, mediatos e inmediatos, pero todos merodeaban por nuestro territorio, y algunos se habían convertidos en “haka sua” (quechua de Huaraz), es decir, en cuatreros de cuyes. Para evitar el robo de estos animalitos el hermano se hizo de una trampa para gatos, y el primero en caer fue derecho a la sartén, preparado al talante cajamarquino, y nos lo hizo probar. Algunos no quisieron y otros lo comimos, pues no sabía mal. Después de esta experiencia nació en nosotros el deseo de convertirnos en acechadores y cazadores de gatos; como éramos muchos, el trabajo de cada uno estaba mejor repartido y nos dio buen resultado, porque gato que entraba al coristado, gato que terminaba en la sartén. La preparación era sencilla, una vez desollado el “haka sua”, lo dejábamos al sereno una noche, y al día siguiente se sazonaba con ajos, sal, pimienta y vinagre y, para mayor emoción, todo el proceso desde la maceración hasta la consumación había que hacerlo sin ser vistos por el Maestro.

El día dos de Noviembre, día de los Difuntos, nuestro querido P. Lafuente nos mandó de dos en dos al Camposanto para rezar por los fieles difuntos. Nosotros protestamos, pero él nos dio buenas razones de orden espiritual, “económico” y “mercantil”. Y, una vez más el Padre tenía razón, pues con la limosna recaudada nos compró un buen equipo de sonido.

Antes de terminar el año de estudios, 1965, con la estampa y maestría de tan buen economista se inició la construcción de la tercera etapa del Coristado: auditorio y capilla en la primera planta, y dos aulas en la segunda. El arquitecto encargado (el mismo que hizo las dos primeras fases) fue un profesional boliviano, un político perseguido del gobierno militar de turno de su país. El arquitecto tenía una buena cuadrilla de trabajadores, por lo que las obras avanzaban rápidamente, y llegó el momento de hacer la marquesina o techado de la primera planta, como el vaciado había que hacerlo en un solo día y de una sola vez, y como era muy grade, se necesitaba de un buen número de operarios. Ya podemos suponer que el Padre Lafuente pensó en nosotros y, aunque no estábamos de acuerdo, tuvimos que hacerlo.

El arquitecto trajo unas latas de chicha de maní para nuestra sed, que con el sol de Arequipa, más el trabajo de subir y bajar por la rampa, nos daba sed y la chicha nos vino bien, y cuando terminamos la faena sentíamos una alegría exagerada de haber trabajado, eran los efectos de los vasos del rico brebaje de los incas. También tuvo su recompensa: una camisa fea y de tela gruesa y fuerte, pero que nos vino muy bien y nos duró una eternidad. La misma faena ocurrió con la techumbre de la segunda planta, y también hubo su recompensa, y en esta ocasión fueron pantalones y calzoncillos.

Los de nuestro curso teníamos escrúpulos de conciencia con una ropa no tan clerical ni tan franciscana, y como estaba por llegar el P. Provincial para la inauguración aprovecharíamos ese momento para consultarle si era lícito o no ponernos esas prendas. En su momento fuimos en mancha a exponerle nuestros escrúpulos, más él nos tranquilizó diciendo que era más económico y se faltaba menos a la pobreza con esas ropas, porque siempre con el habito habría que lavarlo muchas veces y se corría el peligro de estropearlo y gastarlo, y entonces el costo sería más alto. No nos convenció del todo, pero era su palabra y autorización.

Llegaron las vacaciones, y como regalo especial nos comunicaron que vendría de Ocopa un Padrecito recién ordenado, el P. Juan José Rubio, para ser nuestro Vice Maestro provisional.

Ninguno de nosotros sabíamos de él. Un buen día amaneció el sol y nos dejó de regalo la presencia del citado Vice Maestro, joven, alto, delgado, místico y de rostro no tan expresivo como lo era el del P. Lafuente, pero con gusto por hacerse cargo de nuestra formación

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