miércoles, 25 de marzo de 2009

Sorpresas, despedidas y llegadas en Arequipa.

En 1967 tendríamos varias sorpresas, despedidas y llegadas.
Nuestros compañeros de tercer año marcharían a Ocopa a iniciar los estudios de Teología. Nuestro grupo avanzaba un año al pasar a Segundo de Filosofía. Y en pocos días llegarían los novicios con un gran pliego de preceptos, ilusiones, vida espiritual y prejuicios sobre nuestro comportamiento relajado, de los que ya el Maestro se habría enterado, por el hecho de usar camisa, pantalones y hasta ropa interior. El hábito pocas veces nos lo quitábamos, salvo para jugar, trabajar y pasear por el campo, pues por la ciudad sí lo llevábamos puesto porque así nos ahorrábamos el pago del autobús, y los mismos beneficios teníamos en el médico y en el hospital. Sentíamos un poco de vergüenza dar ese mal ejemplo a nuestros hermanos menores, pero ya no se podía dar marcha atrás, además el Padre Provincial, el Maestro, y el Padre Lafuente, nos había autorizado.

Ese año hubo capítulo provincial, por entonces se reunían solo los Definidores y Guardianes con el Provincial y entre ellos acordaban los cambios. En este Capítulo se acordó que el Padre Goicoechea dejaría de ser nuestro Maestro, y en su reemplazo vendría el P. Antonio González; pero no fue así, pues a última hora el P. “Goico” siguió de Maestro, y de Vice Maestro, Juan José Rubio, y Antonio González de Guardián en reemplazo del P. Guillermo Manero.

Nos comunican que íbamos a ir a Camaná al colegio de las Madres Franciscanas a pasar un mes de vacaciones y que los de tercer año tendrían un paseo por Puno y Cuzco, de paso para Ocopa.
Yo tenía este serio problema: ¿cómo abandonar la granja que con tanto esfuerzo había levantado? Consulté con el P. Lafuente y con el Vice Maestro y ambos estaban de acuerdo en que podría quedarme cuidando el coristado, la granja, y haciendo de subdiácono en las misas cantadas de la parroquia, pero que iría con ellos a Camaná, que allí estaría unos días y luego volvería a Arequipa, y que de vez en cuando podría ir con el Guardián a visitarlos. Me pareció bien, aunque me costó conformarme y me arrepentí de haber criado esos animalitos que ahora me privaban de mis vacaciones.

Llegó el día de viajar a Camaná, todos subieron al ómnibus, a mí me toco la suerte de viajar en la camioneta del Padre Guardián, llevando un cargamento de conejos vivos con los que íbamos a alimentar a los coristas. Ya en el convento y colegio de las franciscanas le dijimos a una monjita que en dónde podríamos dejar los conejitos, ella nos llevó a su granja y allí había un lugar aparente para guardarlos. Al ir sacando la carga de las liebres (que así llaman los arequipeños a los conejos), la hermanita se dio cuenta que todos tenían una pequeña abertura en la oreja y nos preguntó por qué la tenían, entonces Calvo le dijo: porque están castrados. Cómo, preguntó la hermanita muy asombrada, ¿por ahí se castran los conejos? Calvo y yo nos miramos y nos echamos a reír.

A la mañana siguiente, nos fuimos a recorrer el pueblo y a bañarnos en el río Majes que venía muy cargado, y era una temeraria tentación lanzarnos desde el puente y salir casi arrastrados hasta la orilla. También nos bañamos en el mar. Regresé a Arequipa con el Padre Guardián.

En una ocasión que fui con el Padre Antonio González a Camaná, y después de llegar al convento de las madres, nos fuimos a darnos un baño en el mar. Yo, que sabía muy bien nadar y me gustaba echarme “panza arriba”, lo hice por un rato mirando al cielo, pero cuando quise regresar miré por todas paste y no veía la playa, en ese caso lo mejor es no perder la calma (me dije), calculé la posición en que estaba y miraba las ondas de las olas para ver a donde iban, tomé esa dirección hasta salir a tierra, pero no al lugar por donde me había metido, sino como unos doscientos a trescientos metros más abajo. Cuando me vio el Padre, me dijo que dónde me había metido, que no era conveniente estar tanto tiempo dentro del agua. Me pasé un buen susto, pero no le dije lo que me había pasado.

Cuando regresaron el resto de los coristas al convento de la Recoleta nos encontramos con una gran novedad: estudiaríamos magisterio en el Seminario de san Jerónimo con los seminaristas y los mercedarios. Nos pusimos a analizar la propuesta y no nos poníamos de acuerdo, aunque la mayoría estábamos en contra, pero ya todo estaba arreglado entre el Padre Lafuente, Barbero y el Maestro. Nos dijeron que nos preparásemos porque tendríamos que dar examen de ingreso. Para ello, para el ingreso, tendríamos que tener los estudios oficiales de primaria y secundaría. Solo teníamos una sola semana de preparación. Nuestro voto de obediencia nos obligaba a aceptar todo lo que nos mandaran nuestros superiores, por lo que no nos quedaba otra cosa que acatar la orden. Favorablemente se desarrollo el proyecto de exámenes y en el plazo señalado. El colegio que nos tomó los exámenes de primaria y secundaria fue el glorioso colegio nacional La “Independencia” (en sus archivos deben estar nuestros nombres y las actas). El examen de ingreso a la Escuela Normal Superior estuvo a cargo la escuela Normal de los hermanos Maristas o Marianistas, no lo recuerdo muy bien y aprobamos todos. Nuestro grupo solamente estudió dos años de Norma. En cambio el grupo de neoprofesos, al terminar la Filosofía, hicieron tres años de Magisterio. De este grupo no quedó ninguno. Recuerdo que el Padre Ángel Rojo decía de él y de los grupos que iban a Ocopa, al ver las salidas casi continuas de los estudiantes, viendo que el cambio no les favorecía, que mejor se hubiesen quedado en Arequipa hasta terminar los estudios.
Con el Concilio Vaticano, que dio al menos en teoría un gran cambio, no supimos asimilar el esfuerzo y la doctrina y estudiar con criterios razonables cada uno de los temas tratados para sacarle provecho. Era tiempos de avances rapidísimos, de inventos tecnológicos, a los cuales el hombre adoraba y veneraba más que a los de orden superior y, por eso, la piedad se iba apagando y, en cambio, se iba resaltando la ciencia, la moda, la sensualidad y los vicios. Eran los signos de los tiempos y no estábamos preparados para emprender mejoras en nuestras vidas y en nuestra vocación de acuerdo a estos cambios.

En el mes de abril nos esperaba el seminario Metropolitano de san Jerónimo con los brazos abiertos. El edificio contaba con todo lo indispensable para su buen funcionamiento. Se construyó en tiempos de Monseñor Leonardo Rodríguez Ballón O.F.M.

En ese tiempo, dicho seminario tenía un carácter internacional, había estudiantes diocesanos del Perú (de diversas diócesis), de España (de mi provincia, Jaén), de la isla de Malta, de Estados Unidos, del Canadá y de Bolivia; contaba con buenos Profesores seculares, peruanos, españoles y argentinos y también algunos religiosos, franciscanos, dominicos, mercedarios y de los sagrados corazones. Las aulas estaban en la primera planta, eran amplias, con abundante luz y ventiladas.
Para asistir a clases teníamos que madrugar para llegar a tiempo. El trayecto no era muy largo (menos de dos kilómetros), por lo que lo hacíamos a pié, e igualmente el retorno.

El primer día fue un encuentro interesante de intercambiar saludos con los que serían nuestros compañeros de clases, e igualmente con el resto de los seminaristas que estaban formándose en filosofía y en teología en el seminario.

Así iban avanzando los días de estudios, y nosotros alternando los estudios de magisterio en el seminario y los de filosofía y franciscanismo en nuestro coristado.

No pasó mucho tiempo y el Padre Lafuente nos dio otra sorpresa, una sorpresa agradablemente práctica, nos trajo un microbús de marca Toyota, bonito, nuevo y práctico, y en él íbamos todos los días a clase y también nos recogía. El único que sabía conducir era el P. Lafuente, lo que le suponía más trabajo, ya que, además del seminario, tenía clases en la Universidad y se veía cansado.

El P. Vice Maestro se animó a aprender a conducir el Toyota, y cuando ya estuvo ducho, no sé si le tomaron o no examen de manejo, recayó bajo su responsabilidad llevarnos y recogernos del Seminario.

Se puede decir que nunca aceptamos estudiar en el Seminario, nos sentíamos como peces fuera del agua, peo con esto no quiero decir que no tomáramos en serio nuestros estudios magisteriales, pero no con gusto.

Me gustaron los estudios de Psicología. Recuerdo que en un trabajo de observación y experiencias con los animales irracionales que nos mandó hacer el Profesor, P. Manuel Butrón, hice uno acerca de mis observaciones y experiencias durante el tiempo de noviciado estando al cuidado de los canarios y de las palomas, y describía como respondían a los estímulos, horarios, sonidos y reconocían la voz, pero, claro está, todo esto tenía su recompensa en comida. Ya lo tenía listo para entregar, cuando un seminarista del clero secular me preguntó cómo se hacía ese trabajo, le di unas cuantas explicaciones, pero como el tiempo apremiaba, le dije: toma el mío y con él te puedes guiar y mañana me lo devuelves. Al día siguiente me lo devolvió, y entregué al Profesor mi trabajo. Pasados unos días, los devuelve ya calificados y me puso un diecisiete de nota. Le pregunto al seminarista que nota le había puesto a él, me dijo que un veinte, como no terminaba de creerlo, le pedí el trabajo, lo leo y era idéntico al mío, no le había cambiado ni una palabra. Creo que este sacerdote y profesor tenía una cierta xenofobia o lo que es lo mismo era hostil a los extranjeros y especialmente a los españoles o, tal vez, no sabía distinguir entre un original de uno copiado.

Un año más tarde teníamos de profesor de Historia de la Filosofía al Padre David Martínez, un excelente profesor, muy claro, clarificador y preciso en sus exposiciones. Tenía por método que el alumno tuviera los apuntes para guiarse, y hacer un buen examen en los exámenes escritos, pero nos advertía que tenía que ser un trabajo personal y con estilo personal.

En el primer examen que nos tomó, respondimos según sus directrices. Algunos sacaron excelente puntaje, otros buenos y otros malos. Como alguien de los que habían sacado mal puntaje protestaran, el Padre dijo: “ni siquiera saben copiar bien”.

Otro Profesor que nos enseñó Cosmología fue el Padre Donaciano (español), hombre bueno, sencillo y servicial. En el seminario ocupaba el cargo de director espiritual pero, a falta de profesores, lo pusieron a él para ocupar esta plaza. A la primera se notaba que no era perito en filosofía y mucho menos en Cosmología. En todas sus clases iba con sus separatas y las leía y trataba de entenderlas para hacernos entender a nosotros. Cuando llegó al tema del “continuo” se vio en un verdadero apuro. Pero dado su carácter de hombre piadoso y bueno no le hicimos ningún problema.

Nuestro primer año del curso de Historia de la Filosofía fue con un Padre Dominico (no recuerdo su nombre, era español) ya de años, me gustó y nos agradó a todos, pues tenía por método meternos primero en la histórica vida de los filósofos antiguos (composición de lugar) para que nos hiciéramos una idea del pensamiento de estos hombres dentro de la sociedad de su tiempo.
Así íbamos avanzando el año en el seminario, alternando los estudios entre competiciones artísticas musicales y deportivas que nos comprometían a participar. El encargado de prepararnos en lo artístico era el Padre David Martínez, lo tomaba muy enserio (como debe ser) y no paraba hasta tenerlo lo más perfecto posible. Cuando el Padre David no podía ensayar con nosotros porque estaba en otras cosas, la responsabilidad recaía en Fray Luís Martín, tenía un excelente oído y dominaba el piano y el armonio. En lo deportivo era Martiniano Izquierdo, quien sobresalía, pues era un entusiasta deportivo y buen goleador. A nuestro campo venían a desafiarnos distintos equipos de la ciudad, entre ellos uno que estaba en segunda división, el Mistiano, el entrenador se fijó en Martiniano, habló con él y lo contrató para que jugara en este equipo. Martiniano acepto y vistió la camiseta del Mistiano, naturalmente sin que lo supiera el Vice Maestro, incluso nosotros nos enteramos bastante tiempo después. Los seminaristas jugaban bien y los encuentros con nosotros eran muy parejos.

Había otro Profesor, el de Historia del Perú, era del clero diocesano, P. Ramón Abarca, muy buena persona, se le veía piadoso y tenía en alta consideración la amistad, y gran entusiasta de la cultura inca, pero, a mi parecer, confundía lo real con los mitos, lo probable con lo experimentado. Nos llenaba de fantasías del imperio de los incas, como que poseía grandes almacenes con tesoros de oro y plata, grandes caminos que recorría todo el territorio de los cuatro suyos (esto no es mito, fue realidad), pero admitía que también había grandes túneles que atravesaban los Andes de Norte a Sur. Mis compañeros no tenían mucha paciencia y atajaban al profesor en sus exposiciones dándole a conocer sus dudas e incredibilidades y cosas por el estilo. El Padre tenía mucha paciencia y, además, como estaba con convencido de lo que decía, seguía adelante con sus grandezas históricas. Por mi parte, aunque no creyera todo, me callaba, y en los exámenes describía con mis mejores lujos de detalles y fantasías todo lo expuesto por él, me sacaba la mejor nota.

Mientras trascurrían nuestras clases en el seminario, nuestra tranquilidad en el coristado se iba deteriorando, porque no nos sentíamos a gusto con el nuevo Vice Maestro. No le gustaba autorizarnos cuando le pedíamos permiso para algunas cosas que para él no eran importantes, pero que para nosotros era una distracción, nos negaba paseos, nos negaba ir a ver televisión los domingos en un aparato que había en un salón de la escuelita parroquial, nos negaba y nos negaba, argumentando que habíamos sido desobedientes, o que habíamos roto el silencio, total, que se convirtió en el padre no.

Nuestro compañero de tercer año, Carlos Bernal, era un chico muy inquieto, buen amigo, sincero, estudioso, buen deportista y contestón. Es decir, un compañero que con ninguno de nosotros tenía problemas. Al Padre Juan José no le cayó bien, a no ser que hubiera otras cosas y que nunca nos enteramos, y lo acosaba, le echaba la culpa de todo, y al pobre lo tenía aburrido. Estando en estos aprietos, alguna vez nos dijo que si iba a estar así mejor se iba a su casa para que lo dejara en paz. No sabemos si lo dijo de verdad o no, lo cierto es que parece que esto llegó, por boca de alguno de los que con mucha frecuencia visitan la habitación del Vice Maestro y se enteró. Y un día, de los tantos de malestar que había en el coristado, mientras estábamos echando la siesta, vimos al P, Lafuente dirigirse a la celda de Bernal, lo sacó y se lo estaba llevando, pero nosotros, que ya sospechamos algo, salimos para, por lo menos, despedirlo y decirle adiós; pero el Vice Maestro nos lo impidió y nos mando entrar en nuestros cuartos. Esto nos dolió mucho.

A la hora de ir al coro y en la cena de la noche no parábamos de mirar su sitio vacío. En el recreo de la noche estuvimos hasta tarde haciendo comentarios, no tanto de su expulsión, sino por la forma como había salido, pues no nos pareció humano ni franciscano que a una persona (un hermano) que por tantos años había compartido su vida con la nuestra no pudiéramos ni decirle unas palabras de consuelo. Los que pudimos observar desde nuestras ventanas, lo vimos mirar hacia nosotros y que intentó mostrar una sonrisa, pero nos dimos cuenta que por su estado sentimental no pudo.

Volviendo al seminario. Una mañana al llegar a clase vimos a todos los seminaristas vestidos de civil y a los sacerdotes también, quedamos extrañados ante este hecho y hablamos con los seminaristas sobre el cambio. Nos dijeron que el día anterior habían tenido una asamblea con el Rector y los profesores y que habían acordado, entre otras cosas, que podían usar la sotana los que quisieran, pero que estaban en completa libertad de hacerlo o no, y aquellos que por razones de orden religioso lo creyeran conveniente podrían usar el cuello eclesiástico. La decisión fue eficaz y rápida.

Por nuestra parte no encontramos ninguna objeción, pero los franciscanos y los mercedarios continuamos asistiendo a clases con nuestro hábito puesto.

Al poco tiempo de sacarse la sotana, vimos que en el seminario se estaba dando un cierto grado ascendente de relajación. Empezaron a salir y sonar guitarras y entre los seminaristas había quienes las tocaban y cantaban canciones populares modernas, y las letras se las sabían muy bien.

También en nuestro salón de recreo aparecieron discos de estilo mundano, de los cantores más populares del momento, y poco a poco nos fuimos olvidando de los famosos long play de música clásica. Al acercase el fin de año y, como nos habían proyectado pasar unas vacaciones en las playas de Punta de Bombón, y para no llamar la atención de la gente por nuestra tonsura, se había sugerido que no nos la hiciéramos, porque sería un espectáculo el que nos vieran vestidos con ropa de baño y con el famoso cerquillo, de hecho ya algunos padres no lo usaban.
Un accidente a Martiniano.

El Padre Lafuente en su afán de ver el coristado una vez terminadas las tres partes, siendo lo único que afeaba el patio lleno de escombros, quería verlo limpio, hermoso, con buena presencia, decidió dar algunos incentivos, como un viaje a Puno y ver el Lago Titicaca. La tentación era fuerte y naturalmente se inscribieron muchos voluntarios, aunque no todos cumplieron bien. Se empezaron los trabajos de recolección de escombros, y el lugar para depositar el desmonte sería en la huerta del coristado, detrás de la pared del coristado. Comenzaron a llegar las carretillas cargadas de tierra y piedras, Calvo y yo nos encargábamos de extender la tierra para que quedara el terreno plano. Todo marchaba bien hasta que un día a Martiniano le cayó una piedra sillar en la mano, cortándole el dedo meñique de la mano izquierda, quedando solamente unido al resto del dedo por un poco de piel. Lo llevaron al hospital donde le amputaron el dedo. Martiniano sufrió con verdadero temple el dolor y sacrificio de ver reducido su todo, pues como dice el dicho es preferible perder una parte, para salvar el todo.

Terminamos el segundo año de estudios de filosofía y primero de magisterio o de Normal. Pasamos las vacaciones en la playa en dos turnos de quince días cada uno. Volvimos para continuar nuestra vida conventual llenos de sol y arena.

Celebramos la Semana Santa, asistimos a nuestras procesiones, y las de otras parroquias fuimos a verlas a la plaza de Armas.

En este tercer año de Filosofía y segundo de Normal, en nuestros ratos libres teníamos una actividad más relacionada por la apicultura. Un señor muy amigo del convento nos regaló una colmena de abejas. Calvo y yo nos pusimos a estudiar la vida de estos animalitos trabajadores, y en poco tiempo ya sabíamos en teoría de todo lo que se podía saber de ellos. Encontramos en nuestro contorno todo lo que necesita una colmena para que prosperase: abundancia de polen, buen clima y tranquilidad, para que las abejitas pudieran desplegar su actividad. Pero éramos muy curiosos, y como las abejitas que teníamos eran de las mansas, a cada rato abríamos la colmena para observadlas de cerca. Parece que se aburrieron, pues salió un enjambre para apartase y para que las dejáramos trabajar con tranquilidad, y se posó en uno de los árboles de la huerta. A nosotros esto nos pareció una suerte, porque así tendríamos dos colmenas y podríamos tener más miel, y nos salió bien atrapar el enjambre y retenerlo en una colmena vacía. Todo marchaba a pedir de boca: la familia del colmenar aumentaba y teníamos dos reinas, con zánganos, miles de obreras, niñeras y guardianas. Las celdas estaban con huevos y los panales con miel. Un día de sol abrí la colmena joven para observar si todo estaba en orden, y no hago más que levantar la tapa cuando se me echó encima una legión de abejas. Ese día me había puesto la máscara, pero como era muy vieja, tenía una abertura pequeña debajo de la barbilla y por ahí se me metieron un montón de diablillos con fuego en la punta del abdomen. No pude resistir el dolor y eché a correr a mi cuarto, allí noté que casi no podía ver, porque la cara se me estaba hinchando. Felizmente estaba cerca el P. Lafuente que se dio cuenta enseguida de mi estado, me llevó al hospital por emergencia, donde me colocaron dos inyecciones, y poco a poco me fue bajando la hinchazón. El médico me dijo que me cuidara de las abejas, que no me picaran porque posiblemente iba a tener alergia de su veneno. Pero no, porque algunos años después me picaron en Ocopa y, fuera del dolor, no me pasó nada. Lo cierto es que ya no quise saber más de abejas. Como nadie se preocupó de ellas, al poco tiempo se volvieron zanganearas y se acabó nuestro sueño de la miel.

El Padre Lafuente siempre tenía ideas de economista, por algo había estudiado, y, observando los árboles del Coristado y los de la huerta, vio que ya deberían ser viejos y por eso producían poco. La solución fue sacar los árboles viejos y reemplazarlos por otros nuevos.
En nuestro coristado se daba bien la fruta, había ciruelos, higueras, perales, manzanos, membrillos y damascos.

Nos mandó a los coristas que sacáramos de raíz los árboles viejos (no los quería cortados), empezando por los de la huerta del coristado, y, para que lo hiciéramos bien, nos trajo un especialista en agricultura que nos dio un cursillo de cómo sembrar, regar y podar. Pusimos mano a la obra, era un trabajo muy pesado que llevaba mucho tiempo, porque primero había que escarbar hasta llegar a la raíz y después sacar el árbol. Empezamos muchos y terminé yo solo. No pude sacarlos todos porque terminamos el curso y nos mandaron para Ocopa.

La profesora.
En el tercer año tuvimos una profesora en Historia de la Ecuación, era una religiosa muy bien preparada. El día que nos la presentó el director de la Normal dijo todas las especialidades académicas que poseía, y cuando terminó de exponer los grados académicos, la misma Madrecita aún añadió algunos más. Esta religiosa era española, de la región de la Mancha (todavía no se habían formado las Autonomías en España), joven, inteligente, de mucha viveza mental, nada acomplejada, franca y algo vanidosa, hasta tenía secretaria propia. Esa misma mañana nos dio un tema y vimos que dominaba muy bien su alto grado cultural. La respetamos, hasta que vimos que nos trataba como a poca cosa, y con un cierto aire de superioridad que nos chocaba, por lo que le fuimos perdiendo la consideración que merecía, aunque la cosa no empezó con nosotros, sino con los seminaristas y en más de una ocasión quisieron ponerla en apuros.

Tuvimos un profesor de Biología, de apellido Maceira, hombre ya entrado en años, buen cristiano y buen profesor. Tenía un buen método de enseñanza por lo que aprendimos muy bien su curso. Cuando llegamos a la parte de la “genética humana”, aquí todos pusimos mucha atención por ser tema interesante, nos importaba como había sido nuestra procreación y la participación del padre y de la madre en la transmisión de la vida. El profesor lo explicó muy bien y dibujó en la pizarra los órganos reproductivos del hombre y de la mujer, gráficos muy detallados y que se dejaron para ser copiados en nuestros cuadernos al final de la clase. Había un seminarista encargado de limpiar la pizarra, ese día no los borró, al contrario, exageró más el órgano masculino, seguramente quiso poner a prueba el pudor de la profesora que tenía clase a continuación. Al entrar la religiosa, miró la pizarra y, como si nada, comenzó su clase.

Como ya señalé, después que los seminaristas se quitaron la sotana se desató una ola de relajamiento en todo el seminario, ola que crecía día a día, incluso se faltaba el respeto a los profesores, hasta los teólogos consiguieron sacar del Seminario al Profesor de Derecho Canónico, de apellido Zurita.

En ese habiente nuestros padres iban al dictar clases al Seminario. Nos contaron los teólogos que estando el Padre Licinio Ortega dictando Historia de la Iglesia, cuando llegó a la Época de Hierro de la Iglesia, en de la Edad Media, que fue una época donde la vida de la Iglesia no brillo por su virtud, el Padre dijo, que nosotros los cristianos recordamos esa Época como muy triste. En la próxima clase acordaron los seminaristas, que cuando el padre dijera lo de muy triste, sacaran sus pañuelos y comenzaran a llorar en son de risa.

En los últimos días de mi estancia en el coristado de Arequipa todos éramos conscientes de haber superado una etapa más de nuestra vida, pero había algo en nosotros que no nos dejaba tranquilos y nos preguntábamos si habíamos sido fieles a nuestra profesión, porque teníamos muy grabado en nuestra conciencia durante el año de Noviciado todo lo que allí de bueno aprendimos, y teníamos muy vivos los ejemplos de los santos de la Orden, especialmente a los mártires, los misioneros y las luchas internas por querer ser más fieles al evangelio y al ideal de san Francisco. Y la figura, sobre todo la figura del P. Arciniega, la sentíamos como una sombra que nos acompañaba y nos vigilaba y nos guiaba las 24 horas del día, para conducirnos y formarnos en el espíritu de Francisco.

En Arequipa también nos vigilaban, aunque menos, para formarnos espiritualmente, y también para castigarnos. Sé que toda comparación es odiosa, pero tampoco se puede tapar el sol con el dedo, porque la formación de orden intelectual fue excelente, teníamos profesores de lujo, que ya quisieran haberlos tenido muchas universidades o centros de estudios, y nunca estaremos lo suficientemente agradecidos. Pero fue deficiente la de orden espiritual.

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