miércoles, 25 de febrero de 2009

Rumbo a Ocopa

Nos despedimos de Arequipa sintiendo un poco de nostalgia por esta ciudad que, aunque para nosotros estaba en el fin del mundo, nos habíamos hecho a ella, a sus gentes, a su paisaje, sus ríos sus valles, sus montañas nevadas, a sus volcanes y a sus temblores tan frecuentes. No nos entusiasmaban mucho las noticias y las cosas que nos contaban de Ocopa, era como una casa de anacoretas en un lugar apartado, frío y con mucho atraso. Pero teníamos que quererla, como medio para llegar al fin, y nuestro fin era ser sacerdotes misioneros franciscanos.

Antes de ir a Ocopa nos concedieron unas cortas vacaciones en Ica. Ica era una ciudad no muy grande, pero muy cercana a Lima, era muy conocida por sus campiñas y la producción de uvas de las que sacaban aguardiente (pisco) y vinos. Tenía hermosas playas, que esperábamos visitar y darnos un chapuzón. Nos acompañó el P. Licinio Ortega, tal vez demasiado celoso de nuestra vocación y, por lo tanto, muy atento a nuestro comportamiento.

En Ica estaba el P. José Antonio García, joven, alto, de buena presencia y con alma de niño todavía y poeta, Le agradó nuestra visita y se sentía bien entre nosotros, como si fuera un corista más, y siempre que podía nos acompañaba en los paseos que nos daban, especialmente los que eran por la campiña iqueña, en las haciendas de los amigos del convento.

De Ica pasamos al convento de los descalzos. Lo primero que hicimos fue visitar a nuestro Maestro, nos dejó entrar a todos en el noviciado y saludar a los novicios. Se alegró mucho porque todos hasta ese momento habíamos perseverado. Naturalmente que la visita al Maestro y a los novicios fue acordada por todos nosotros, no tanto como un deber sino porque sentíamos añoranza de ese año feliz en sus claustros. El P. Arciniega nos llevó por la huerta y nos obsequió un buen racimo de uvas, luego cortó más y nos los metió en una bolsa para el viaje. Nos habló de la poca formación con que habían venido los pre novicios de España, aunque allí estaba él dispuesto hacer lo que pudiera. Le pedimos la bendición de san Francisco y, al ver que nos arrodillamos, casi se le salen de alegría las lágrimas de los ojos, por el hecho de arrodillarnos. Le besamos la mano y salimos.

El almuerzo lo recibimos en el comedor de la comunidad, el P. Guardián dispensó de la lectura y del silencio y nos deseó suerte y bendiciones en nuestra subida a Ocopa.

Saludamos al Padre Provincial, y él mismo nos invitó a que recibiéramos su bendición. A mí, por ser el mayor, me dio un poco de dinero para lo que hubiere menester.

A las tres de la tarde salía nuestro colectivo que nos llevaría directamente a nuestro destino: Santa Rosa de Lima de Ocopa.

Cuando llegábamos a la Oroya el colectivo aparcó en un restaurante, donde algunos pidieron ranas fritas (plato típico de esa zona). De la Oroya a Ocopa dicta todavía una hora y poco más.
El chofer conocía muy bien el convento, y nos llevó sin contratiempo. Ya era de noche cuando llegamos, como las nueve p.m., hacía frío y no se veía un alma.

La puerta del templo estaba cerrada, junto al templo se veía una puerta grande y la golpeamos, pero nadie nos abría ni nos contestaba, luego supimos que habíamos tocado la puerta del cementerio. Vimos unas luces encendidas en un edificio (hospedería) lateral al convento y allí nos dirigimos, pero la puerta estaba cerrada, tocamos con fuerza y bajó un señor que nos dijo donde estaba la puerta de entrada al convento. Golpeamos la puerta con fuerza y nos abrió Juan Villamor y otros coristas que venían acompañados con el P, Félix Santamaría, pasamos adelante, y ya dentro del convento tomamos conciencia de que estábamos en el comienzo de la última etapa de nuestra formación.

Fue una suerte encontrarnos con nuestros compañeros de Arequipa, la mayoría eran de los que comenzaban tercero y segundo año de teología, el resto estaba de vacaciones fuera de Ocopa.
Nos alegró vernos con Severino, que nos acompañó al comedor donde nos aguardaba un plato de sopa caliente; luego subimos al segundo piso del coristado y nos dijo donde estaban nuestras habitaciones, y nos recomendó cerrar las ventanas y abrigarnos bien, porque en la noche hacía mucho y frío, y que no nos asustáramos si durante la noche nos despertaba un ruido de carreras por el techo, porque eran las calachupas o mucas (unos roedores marsupiales), son un poco más grandes que las ratas y tienen el rabo blanco, de ahí su nombre de cala que en quechua significa pelado y que corrían por las noches por los techos. Nos dio el horario del coro para la mañana del día siguiente. En el salón de recreo preguntamos por Luís Martín, Plaza, Pío Román, Rodrigo Garrido y Pedro Abajo y nos dieron la noticia que se habían retirado. Durante las vacaciones, ya por terminar, nuestro Maestro habría de ser el Padre Félix Santamaría.

En la mañana nos despertamos, y subimos al coro a rezar el oficio divino, y para la santa misa conventual bajábamos al templo. Los Padres celebraban cada uno misa en las distintas capillas del convento, una en la del coristado, otra en la Virgen de la Misericordia que hay junto a la sacristía, eran misas contratadas y casi todas cantadas con un solo cantor, también las había llamadas de preferencia y eran rezadas. Después del desayuno subimos a nuestras celdas hasta la nueve, y a las nueve tocó la campana para hacer recreo. Salimos nosotros para hacer un recorrido por el convento, el edificio era muy grande y antiguo, había muy poco de construcción nueva que era el recreo del coristado, en la planta alta y en la baja había un aula donde se ensayaba música.

El convento tiene cinco patios interiores, el de la Portería, donde vivía el Hermano Valentín Barrena, que era el hermano portero, y unas cuantas habitaciones donde se recibían las visitas; en la segunda planta había habitaciones o celdas, que años después se transformarían en el museo amazónico, y una entrada al coro del templo; en la tercera planta estaban las aulas de clases, celdas y el recreo de los diáconos. El patio del Olivo se llamaba así porque en una esquina había un olivo antiquísimo, según parece fue plantado por el P. Francisco de san José, fundador del convento, también unas cuantas celdas y un surtidor de agua. El patio del P. Pío Sarobe tenía un monumento al Venerable P. Pío, en la primera planta estaba la celda del Hermano Solórzano (Sipís), la sastrería, la zapatería y la peluquería; en la segunda planta estaba el recreo de los Padres, la celda del P. Guardián, las de los profesores, un salón con grandes cristaleras, la celda de huéspedes y la del P. Provincial. El patio del coristado tiene en el centro una pileta con una imagen de la virgen, en esta primera planta estaban los servicios higiénicos, la capilla, algunos talleres, celdas, la biblioteca del coristado, el Auditorio o Aula Magna y el salón de ensayos de cantos; y en la segunda planta la celda del Maestro y Vice Maestro y las celdas de los coristas, unos salones donde funcionaba el mimeógrafo, el botiquín y el salón de recreo del coristado. El patio del comedor tiene en el centro un pilar en el que se había colocado una cruz, en este patio se guardaban los automóviles, había una conejera y gallinero, la cocina, despensa y refectorio y unos depósitos de productos de la huerta como cebada, trigo y papas, y una puerta que daba a la obrería; en la segunda planta, encima del refectorio, estaba la biblioteca del convento. Y podríamos hablar de un patio pequeño, al exterior del patio del coristado, donde estaban las colmenas de abejas.

La obrería (desconozco el origen de ese nombre) o convento primitivo es una belleza por su sencillez, austeridad y pobreza. Fue fundado por el Venerable Padre Francisco de san José en 1725, y construido al estilo andaluz por el hermano Navarro, estaba destinado para ser centro de adaptación y recolección de misioneros con destino a la selva, más tarde adquirió por fama y número de religiosos el título de Colegio de Propaganda Fide. Es pequeño, tan solo tiene unas cuantas celdas, más la capilla, refectorio, fragua, herrería, carpintería y caballería.

El Templo
Vimos con detalle el templo del convento, de hechura sencilla, elegante y artística, de una sola nave, con cúpula, dos torres y dos sacristías a la altura del ábside y estaba adornado con buenas obras de arte; dentro de la sacristía de la Izquierda había unas escalerillas que daban acceso a una cripta donde enterraban a los religiosos fallecidos. De estilo renacentista, con algunos altares de estilo barroco y columnas salomónicas. En 1900 sufrió un incendio, se reconstruyó usando material de piedra.

A la izquierda del templo hay un cementerio (donde tocamos a la puerta la noche de nuestra llegada a Ocopa) destinado a dar cristiana sepultura a los laicos que lo solicitan (con razón nadie nos contestó). La entrada principal al convento era amplia, hermosa, estaba asfaltada, y cercada con paredes sencillas; a ambos lados de la avenida había hermosas alamedas, y en la mitad de la pista se había construido una pileta en honor a la Virgen de los Peregrinos.

Cuando llegamos a Ocopa se estaban construyendo junto a las paredes frontales del convento unas habitaciones destinadas a dar hospedaje a los peregrinos, y, delante de la puerta de entrada, un pequeño patio exterior de estilo mudéjar.

Además del edificio, el convento era poseedor de una bien cuidada huerta ubicada a espaldas del convento, a cargo de un civil llamado Virgilio que vivía en una casa (en los terrenos del convento) con su mujer e hijos. La huerta tenía un buen sistema de riego, por lo que nunca nos faltaban hortalizas frescas. La chacra estaba dividida en chacritas más pequeñas y separadas por paredes o tapiales, y en la (chacrita) que daba a espaldas del coristado había un paseo, que llamaban del “padre Pío”. Delante de las celdas de los padres, frente a la celda del Guardián, estaba lo que había sido la panadería, la carpintería y la centralita hidroeléctrica, estos tres ambientes cuando nosotros llegamos ya no estaban en uso.

Mirando a la fachada del templo, al lado lateral derecho, estaba la hospedería con un pequeño restaurante alquilado a un seglar de nombre Gabino, y en la parte posterior estaba la lavandería con una potente y moderna máquina de lavar y, a la seguida, había una chacra sembrada de alfalfa, que colindaba con el arroyo que separaba el pueblo del convento, donde una mujer ya mayor, llamada Isidora (Huarasina), limpia las malas hierbas.

Para la construcción del convento de Ocopa se había empleado adobes, ladrillos, piedras y cal y canto. Todos los patios y claustros estaban comunicados por medio de arcos, pasillos y escaleras. Era una buena obra, quizás más de ingeniería que de arquitectura, y contaba con muchos ambientes, pues hay que tener en cuenta que en sus claustros se han llegado a cobijar más de cien religiosos.

El convento está ubicado en un rincón del valle del Mantaro, perteneciente a la provincia de Concepción y al departamento de Junín. En todo este Departamento y en el Perú, es muy conocido y respetado el convento de Ocopa, por muchas razones: por haber sido cuna de evangelización de la Selva y del todo el valle del Mantaro, y por haber sido un centro maestro en el saber y en la virtud. Sus religiosos eran muy respetados y queridos por su vida ejemplar, por llevar la palabra del evangelio a todos los pueblos y por sus grandes conocimientos científicos propios de aquella época.

Muchas personalidades políticas, gobernantes y doctores de la República, han dado testimonio del valor cultural, científico y religioso de los frailes de este glorioso Colegio de propaganda Fide, que enriqueció a la Iglesia y a la Orden en mártires, santos y sabios franciscanos.

A la izquierda del convento, por la parte de atrás, había un hermoso bosque de eucaliptos, llamado el “bosque azul”, y más a la derecha, en las faldas del cerro Jerusalén, estaba la fuente de la “salud”, de agua fresca y potable, que servía para todos los servicios del convento. También el convento era el dueño de este cerro, en el cual los coristas habían plantado gran cantidad de eucaliptos formando dos cruces, una en la quebradita del cerro, y en el lugar donde se cruzan los dos brazos habían construido una gruta dedicada a la Virgen; y otra cruz más pequeña más a la derecha.

La puerta de Matahuasi era una entrada lateral a la izquierda de las tapias del convento por donde entraban los automóviles, y se aparcaban junto a la pared de la conejera.

En la misma esquina de la conejera, y a la sombra de un buen ciprés, el Padre Guio había construido a todo lujo una perrera para estos guardianes nocturnos, de “pastor alemán”, el macho se llamaba Mao She Tung, este ejemplar de perro se hizo famoso en Ocopa por su bravura y sus travesuras ingeniosas, vivía junto con sus dos hembras. Frente a la jaula de los perros estaba el taller de mecánica, donde el maquinista y chofer Ciro guardaba las herramientas y los dos tractores del convento. Colindante con este garaje estaba la chanchería, que era un hermoso recinto con zahúrdas para los (berracos) machos, para las medres gestantes, las parturientas y lactantes, la población porcina era numerosa.

La Vaquería
La vaquería o establo era el recinto más grande y apreciado de todos los locales destinados a animales irracionales del convento. Calculo que habría como veinte vacas lecheras, más sus becerros y el semental, y estaba a cargo de un vaquerizo de apellido Zamudio que vivía en una casita junto a la vaquería.

Frente a la casa de Zamudio había un camino de herradura que llegaba a la cumbre del Cerro Jerusalén, era paso de los viandantes que subían o bajaban de los caseríos de la Libertad, san Antonio y Chinche. A la margen izquierda de este camino, en el cerro “Advenía”, había ruinas arqueológicas, árboles y arbustos autóctonos; en sus faldas y en la pampa se sembraban alcachofas, cebada y trigo; la chacra se alargaba hacia Huanchar, y casi al final había una casita para el pastor, de los tiempos cuando se pedía limosna de carneros en Ocopa, y en una parte de esa pampa los coristas habían construido un campo deportivo más grande que el que construyeron posteriormente en el coristado.

En los terrenos el coristado teníamos campo de básquet, frontones y campo de fútbol.
A los pocos días de regresar Pedro Vidalón de sus vacaciones nos fue visitando uno por uno en nuestros cuartos y nos instaló unos pequeños auriculares que bajaban del techo de la habitación, por medio de un cable muy delgado, los probó, funcionaba y nos los puso en el oído para que escucháramos, nos lo recomendó para escuchar música clásica en las noches mientras nos dormíamos y también los domingos podríamos escuchar la transmisión de los partidos de fútbol. En una habitación pequeña, a la izquierda, antes de entrar al salón de correo había un enorme y antiguo aparato de radio, al que se le podían conectar los cables de los auriculares. El maestro lo sabía, pero prefería hacer la vista gorda y no nos decía nada.

Desde tiempos atrás había la tradición de que a los diáconos se les permitía fumar en su salón de recreo particular que tenían y también en sus habitaciones. Por amistad o por socializar compartían los cigarrillos con el resto del coristado, pero a espaldas del Maestro. El padre Vicente, que sabía de ese fumar y compartir cigarrillos abierta o disimuladamente, viendo que ya no tenía solución, propuso por su cuenta darnos a todos los que fumábamos unas tres cajetillas semanales, pero con la condición de que solo fumáramos en nuestros cuartos y no en los pasillos o en el campo. Nosotros aprobamos la oferta, claro que no todos cumplimos estrictamente con el compromiso restringido y condicionado.

El pueblo de santa Rosa de Lima quedaba muy cerca del convento, separado solamente por un arroyo. Nuestro Padre Guardián era también párroco del pueblo y celebraba misa todos los domingos y algunos días entre semana. La parroquia abarcaba varios caseríos del contorno: Huanchar, La Libertad, san Antonio y san Pedro, no era muy grande, por lo que era muy bien atendida por los Padres del convento y con la ayuda de los coristas.

De santa Rosa partía una carretera a Satipo que atravesaba la cordillera por las alturas de la laguna de Pumacocha, y luego todo era bajada hasta la selva. El pueblo tendría una población entre mil a mil quinientos habitantes, tenía servicio de taxis y contaba con servicio de correos y de teléfonos, alumbrado eléctrico y servicio de agua y desagüe.

Por nuestro convento cruzaba un canal de agua tomada del rió Ingenio, con bastante capacidad en metros cúbicos y capaz, como lo fue en otro tiempo, de mover las turbinas de una pequeña hidroeléctrica que había junto a un huerto llamado del Padre Policarpo, y en donde se podría criar truchas.

A los pocos días de estar en Ocopa vinieron dos seminaristas del seminario de Arequipa, uno de ellos se apellidaba Cruz Condori, habían sido nuestros compañeros en el seminario, y nos alegró su visita. Salimos todo nuestro grupo a pasar con ellos una mañana por los campos cercanos al convento. No sé de dónde comenzaron a salir botellas de cerveza y, entre salud y salud, empezamos a beber, aunque no llegamos a beber más de una botella por cabeza; al poco comenzamos a sentir como nos alegraba ese trago tibio y en nuestra alegría llegamos a perder el control del tiempo, y cuando calculamos que era la hora de regresar, emprendimos el camino de retorno, en realidad no estábamos muy lejos, a penas a un kilómetro del convento, el camino se nos hizo muy ameno y corto, entre risas y cantos: “Asturias, Patria querida!, y hasta las flores de retama del camino parecía animarnos a cantar y hasta nos parecía que cantaban con nosotros; de esa manera, y con los brazos echados sobre los hombros del compañero, como buenos camaradas, entramos al convento por la puerta de Matahuasi pero, para nuestra mala suerte, el padre Guardián, P. Roque Irazabal y Comunidad salían del comedor, nosotros estábamos conscientes de nuestro estado y, sin decir nada, nos fuimos derechos a nuestras celdas, nos echamos en la cama y nos quedamos dormidos hasta el día siguiente.

Dormimos muy bien y muy de mañana nos fuimos al coro. Después del desayuno el Padre Félix nos llama, nos echa un sermoncito para decirnos que el Padre Guardián, aunque estaba disgustado, nos entendía y comprendía y era consciente que el cambio de Arequipa a Ocopa había sido muy fuerte, no hubo ni castigo ni penitencia.

El P. Guardián, Roque Irazábal, como su apellido indica, era vasco de nacimiento y de obras, alto, gordo, colorado el rostro, testarudo y duro de cabeza con los corista y hasta con los padres. Le llamaban el “Abad”, porque él mismo dijo en una ocasión que así, con muchos frailes, daba gusto mandar. Tenía también grandes cualidades, era puntual, piadoso y austero, pero no se dejaba querer, más bien los coristas le temían.

Pasaron los días y comenzaron a llegar el resto de los coristas que estaban de vacaciones. El primero fue Policarpo Garrido, que en el coristado era conocido como “picapiedra”, hombre franco, medio místico, inteligente, aconsejador y hablador y con un buen sentido del humor. Venía del hospital de la Oroya donde había sido operado de juanetes en los pies, y no tardó en entablar conversación con nosotros y en mostrarse amiguero. Nos cayó bien, aunque nos reteníamos de él, porque ya nos creíamos mayorcitos como para escuchar sermones.

En ese tiempo había excelentes voces para el canto y excelentes músicos en Ocopa, En canto sobresalía Vicente Gutiérrez, y en música, Pedro Vidalón, y un especialista en darle aire fuelle del órgano.

La gente de los alrededores y del mismo Huancayo venía a nuestro Convento a contratar misa, el encargado de atender a los devotos era Fray Valentín Barrena. Entonces había misas para todos los bolsillos: Solemnísima, de Primera, de Segunda, de Tercera, Cantada, Rezada y Rezada de Preferencia. La misa solemnísima era con todo el coro, además del catafalco y celebrada con sacerdote, diácono y subdiácono; la de Primera era lo mismo que la anterior, pero con medio coro; la de Segunda era con coro de tres voces, diácono y subdiácono; la de Tercera, con un sacerdote y dos cantores. Todas estas misas eran celebradas en el templo parroquial. La cantada era con un solo sacerdote y un cantor, estas últimas podrían ser celebradas en el coristado o en la Virgen de la Misericordia, y las de preferencia en cualquiera de los altares que estuviera libres y sin cantor.

Fray Barrena tenía gran habilidad para convencer a la gente a que contrataran las misas más solemnes, el estipendio o limosna que se daba no llegué nunca a saberlo, pero no era excesivo en comparación con el que pedían otros párrocos por menos solemnidad. Nosotros éramos conscientes que de alguna manera (cantando y subdiaconado) para contribuir al sostenimiento de la casa y a nuestra formación.

Además de las misas en casa también había salidas a los pueblos, con autorización o pase del párroco del lugar, especialmente para las misas de fiesta. Recuerdo que a los pocos días de nuestra llegada a Ocopa había un pedido a Huaripampa, donde había que celebrar una misa cantada y con organista y cantor. El padre encargado fue Julián Heras, a José Luís Díez de organista y los cantores. La misa estaba programada para las 10 de la mañana, y para llegar a tiempo salimos a las nueve, y a las diez estábamos en el pueblo. El templo estaba abierto pero no se veía a ninguno de los devotos de la misa, le preguntábamos a la gente, y nos decían que “ahorita” llegan, padrecito. Este ahorita se prolongó hasta las 11 de la mañana. Escuchamos una banda de músicos y vimos a la gente que se movía para verlos llegar, y aparecieron por la esquina de la plaza, venían primero los danzantes con sus trajes típicos, con una máscara negra en la cara, látigos en las manos y danzando; detrás venían los que eran los mayordomos y sus invitados y, por último, la banda de músicos. No entraron de frente a la Iglesia, sino que primero dieron una vuelta alrededor de la plaza. Nosotros estábamos que trinábamos, pero José Luís que sabía muy bien de la impuntualidad peruana estaba más tranquilo, el que estaba realmente molesto era el Padre Heras. Se celebró la misa con la mejor solemnidad que pudimos darle, luego de terminada había que sacar la procesión, procesión que fue de lo más pausada posible, tanto que desesperaba. El P. Heras se puso a empujar el anda para que fuera más acelerada, pero nada, la costumbre es la costumbre y todo salió a gusto de los devotos. Regresamos a casa cansados, hambrientos y renegados. Esa fue mi primera experiencia y fue del mismo talante o estilo en los cuatro años que estuvimos en Ocopa.

Me gustó mucho la solemnidad y el fervor con que se celebró la Semana Santa, pues la gente del pueblo acudía numerosa a los ejercicios santos, primero el vía crucis, y el Domingo de Ramos y el Triduo Santo. Para estos tres días vinieron de Lima y de Huancayo mucha gente devota de Ocopa.

Ya se acercaban los días en que comenzaríamos nuestras clases de teología, ya estábamos presentes todos los coristas y también fueron llegando todos los que serían nuestros profesores.
Como una semana antes de comenzar el curso vino una tarde Vicente García a decirme que se iba, que lo había pensado muy bien y que estaba decidido. No puede decirle nada viendo su resolución, pero me sentí muy mal y muy desilusionado, ya que nuestro García era el hombre más cumplidor y formal de nuestro grupo. Estoy seguro que su determinación fue bien pensada y que seguirá siendo ese hombre prudente, piadoso y cumplidor que fue en mi tiempo. No supe nunca nada de él.

De nuestros profesores, al que más deseos teníamos de conocer era al Padre Odorico Sáiz, nos habían hablado mucho de él desde Anguciana, Lima y Arequipa, como que era un excelente profesor y conocedor de la Historia de la Provincia, de la Orden y de la Iglesia. Cuando lo vi la primera vez me fije en sus ojos, pequeños y vivarachos, su rostro reflejaba la alegría de su consagración franciscana, y de su servicio en la Educación, y hablaba con emoción del pasado glorioso de Ocopa y de toda su larga carrera misionera por llevar el evangelio. Era pequeño de estatura, pero su andar y su porte era el de un hombre grande. Por mi parte solo esperaba el momento de entrar en sus clases.

También nos habían hablado muy bien del Padre Gregorio Pérez de Guereñu como un buen profesor, experto en Dogmática, materia que decían era difícil, pero sumamente importante. Lo presentaban como persona muy joven, de buenos sentimientos, sencillo, ameno y con mucha claridad en sus exposiciones.

Del Padre Pío (Antonio) Goicoechea, sobrino del P. Jesús, nos lo presentaban como el Profesor más capaz en Sagrada Escritura del todo el Perú y otros países, decían que había sido el alumno más destacado en Tierra Santa. Esperábamos de él que nos resolviera muchos de los misterios de esta Ciencia Sagrada tan importante dentro de la Historia de la Salvación.

Estaba por llegar el P. Félix Sáiz que había ido a doctorarse a la benemérita e Ilustre Universidad de Salamanca en Derecho Canónico y que, por consiguiente, sería también profesor de Moral.

Estos eran los pilares mejor cimentados de Profesores de nuestra casa de Estudios y serían los que a nosotros nos irían capacitando para llegar a la madurez y desempeñar un ministerio en el mundo como franciscanos y misioneros, o lo que es lo mismo: curas de almas.

Teníamos también otras materias, como liturgia, pastoral, oratoria, arte sagrado y más que estaban a cargo de profesores en preparación o en camino para ir a perfeccionarse a Roma o a España.

Y nuestro Maestro, sería el P. Vicente Pérez de Guereñu, recién llegado de Roma, y Vice Maestro, el P. Ramón Ausín, que se preparaba también para ir a especializarse.

Contábamos también con el Padre Benjamín Tapia, persona muy bien preparada, inteligente trabajador, exigente, alegre y que le gustaba nuestra compañía, y en sus ratos libres paseaba con nosotros.

En la Biblioteca estaba el P. Julián Heras, silencioso, callado, ordenado, servicial y gran conocedor de su oficio, colaboraba con él el P. Severino Esteban, todos pensábamos que sería su heredero.
En la Comunidad, además del P. Guardián, Roque Irazabal, estaba el P. Victoriano Hernando, encargado de las chacras, vaquería, etc., él era el hombre de mil oficios tanto de orden material como espiritual, pues todos los pedidos de misas, confesiones, santos óleos, sermones, cuaresmas, recaían en su persona. Los hermanos Félix Solórzano y Valentín Barrena. Y los colaboradores seglares como Gaztelú, que había sido hermano, y en ese tiempo era el peluquero y zapatero del convento, Caja Espíritu (nunca supe su nombre), los cocineros, lavanderas, hortelanos, vaqueros, chóferes y un herrero de edad avanzada al que llamaban “Satanás” por la facilitad que tenía de coger las brasas encendidas con las mano, más una mujer ancianita, Isidora, que cortaba alfalfa, y otra que preparaba con alimentos para los pobres.

Como vemos era toda una Abadía por el ejército de personas que vivían en el convento o a la sombra del convento, y con razón el padre Irazabal se sentía Abad y con gente a quien mandar.
Era gracioso ver al Padre Roque y a Fray Barrena cuando paseaban por la alameda, parecían dos moles flácidas y morrocotudas por su elevación, volumen y peso, pero que se movían, caminaban y movían los brazos.

Consagración a la Virgen de Ocopa
Entrando a derecha, en un altar lateral, bajo la cúpula del templo, había una imagen de la Virgen del Pilar, que en el Convento era conocida como la Virgen de Ocopa. El padre Goiko, buen compositor y buen músico, le dedicó una canción a la Virgen y había establecido una consagración especial para todos los coristas que subían por primera vez al coristado, para que bajo su protección perseveráramos en nuestra vocación franciscana y misionera. Nosotros también recibimos esa consagración y ese patrocinio.

Por su parte, el Padre Odorico también nos hizo un recorrido turístico por todo el convento, explicándonos la historia y el desarrollo del glorioso convento de Ocopa desde sus orígenes; el cacique que regaló el terreno, el fundador y el pronto florecimiento de misioneros. Ponía mucha emoción y sentimiento en sus palabras, exaltaba las figuras más representativas de nuestros misioneros, sus trabajos, fatigas, martirio y santidad de vida. Nos detuvimos un poco más de tiempo en la “Obrería” y nos explicó la razón de ser del convento de Ocopa y de sus primeros misioneros que, recibiendo la bendición del Guardián, salían por caminos desconocidos a lugares desconocidos, sin más fortaleza que unas buenas alforjas repletas de fe y ardiente caridad o amor y con la esperanza de evangelizar a los nativos de la selva.

De ahí pasamos al coristado, donde había una imprenta primitiva y una celda repleta de aparejos de acémilas que era el único medio de trasportar los enseres propios de un misionero. En la huerta nos enseñó un enorme y grueso eucalipto, posiblemente de los primeros que se plantaron en el Perú y en el valle del Mantaro, cuya semilla habrían traído los misioneros franciscanos ocopinos desde Australia.
Un estudio detenido también merecía la Biblioteca, con 25000 ejemplares o volúmenes, algunos eran incunables, otros ediciones príncipes, pergaminos, libros antiguos y modernos, reservados y no reservados. El Padre Julián Heras nos dio una exposición magistral de “su biblioteca” sobre el cuidado de los libros, su limpieza, salud, el orden o equivalencia, edad etc.

Entre los oficios y cargos que había en el coristado estaba el de “mayor” que sustituía cuando no se encontraba el Maestro y Vice Maestro, en ese año el cargo estuvo en José Santamaría (el rústico), el grupo de los organistas, los cantores por grupos y los que hacían de subdiáconos, el oficio de sacristán de la capilla del Coristado, el bibliotecario del coristado, el encargado de la imprenta, de director de la revista del coristado, los encargados de las abejas, de la enfermería, del cuidado de los jardines, de llevar la ropa a la lavandería, de organizar la limpieza, del cuidado de los conejos, los catequistas, los que armaban el Nacimiento en Navidad, etc. Todo estaba bien repartido y bajo la responsabilidad de cada uno. Esto se cumplía bien y a conciencia.

De nuestro grupo, como todavía no estábamos muy adaptados, esperaron un tiempo para conocernos y ver dónde nos colocaban.

A mí me dieron el encargo de ser ayudante del enfermero, que ese año lo fue Emiliano de María, y de sacristán del coristado.

El comedor del convento era de construcción nueva, espacioso y con abundante luz. Para el desayuno teníamos una buena taza de leche y café e incluso se podía repetir, más los panes. Al medio día se servía un plato de sopa, dos segundos y postre, los domingos se añadía una gaseosa; en la merienda también se podría tomar leche, y en la noche, una sopa y un segundo. Durante la comida, el lector de turno leía las normas, amonestaciones o decretos que venían de la Curia General o Provincial; también los comunicados y autorizaciones o decretos del arzobispado de Huancayo, pero generalmente eran libros piadosos y formativos lo que se leía. Un día se leyó un decreto autorizando o facultando a los estudiantes de cuarto año de teología para que pudieran bautizar solemnemente, aún sin estar ordenados de diáconos, lo firmaba el arzobispo de Huancayo, Monseñor Jacinto Valdivia. Se escuchó un mormullo de los coristas aludidos.

Después del comer, mientras estábamos tomando el sol en las escalerillas que bajaban del coristado al campo de fútbol, nos enteramos que éstos no habían querido ordenarse de diáconos en su tiempo (según la costumbre de Ocopa), con el fin de no hacer los bautizos que debería hacer el Párroco o el Vicario, pero les salió mal. Esto tuvo sus consecuencias o corolarios pues le fue retardada por unos meses la ordenación sacerdotal, concretamente para el mes de marzo de 1969 y no el día de Reyes que era lo tradicional.

Beatus vir
Cuando a este personaje se le preguntaba su nombre decía llamarse “limosnerito del Señor de los Milagros”, era de Huancavelica, caminaba descalzo y vestía una túnica de la Hermandad del Señor de los Milagros.

Era una persona piadosa, y en Ocopa se le conocía con el nombre de Beatus vir. Lo conocí el mismo año de nuestra llegada a este nuestra casa de formación por el tiempo de Semana Santa de 1968, se alojaba en la Hospedería y comía de las limosnas del convento. Tenía un caminar lento, pero no era por su edad, que no lo era tanto, sino porque iba mirando las hierbas del camino y sacaba las malas. La noche del sábado Santo la pasó en vela en el cerro de Jerusalén. Y así con esa vida errante recorría los santuarios y lugares de su devoción, dando buen ejemplo y llevando con alegría ese estilo de vida que creía el mejor. Estoy seguro que a Dios le agradaban sus oraciones y sus obras.

Sherampare =Varón.
Entre los hermanos que trabajaban en Ocopa estaba Fray Antonio Rojas, ya era mayor, pero estaba muy bien conservado y con fuerzas para continuar sirviendo en la Provincia. En su haber tenía una buena carga de recuerdos traídos de la selva de cuando estuvo trabajando en las misiones, casi siempre solo. Tuvo la habilidad de haberse sabido entender bien con los naturales de las tribus, especialmente entre los ahsaningas, y éstas eran las tribus más belicosas. Había aprendido su idioma y, de vez encunado, decía palabras para nosotros desconocidas, como yo soy “sherampare”, de ahí, el mote que le habían puesto los coristas, “sherampare” significa “Varón”. En Ocopa no tenía ningún trabajo en especial, pero se le veía trabajando en la huerta, y le gustaba sobre todo sembrar alcachofas; también era un hábil carpintero, y es ahí, en la carpintería, donde entablé conversación y amistad con él. El ser carpintero, o saber de carpintería, era una de mis aficiones preferidas y me gustaba. Este arte había sido el oficio de san José, que después se lo transmitió a Jesús. Yo nunca había ensayado este arte, creyendo que era cosa fácil y que en caso de emergencia uno, con sentido común, podría hacer cualquier cosa, pero no es así ni mucho menos. El hermano tuvo mucha paciencia conmigo y me enseñó primero el uso y el porqué de cada herramienta, luego a usarla con firmeza, buen ojo y delicadeza. Aprendí algo, pero no del todo, y nada bien, y me di cuenta que a ese trabajo, como cualquier otro de arte, hay que tenerle paciencia, tiempo, dedicación y satisfacción. En los meses de marzo y abril en toda la sierra hay tormentas con rayos y truenos, y nuestro hermano en esos días, armado de unas varilla de cohetes, los encendía y los lanzaba al aire, decía que con esa explosión se dispersaba la tormenta; también era buen cazador, tenía una escopeta y, de vez en cuando, cazaba palomas que servía para variar nuestro menú. Fue condecorado por el santo Padre el Papa con la condecoración misionera “Pro Aecclesia et Pontífice”. Murió en Lima, después de cumplir los noventa y siete años de edad.

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