lunes, 22 de junio de 2009

Comienzo de clases.

Yo asistía a las de quinto año. Las clases que más me gustaban eran las de matemáticas con el Padre Santiago Santamaría, y las de literatura y educación física con el Padre Álvaro Díaz. El Padre Santiago era buen matemático y arquitecto, tenía una técnica muy sencilla de enseñar, lo hacía con paciencia y con ejercicios sencillos para no asustar a los alumnos, siempre decía antes de comenzar la clase que todo era muy fácil; nos enseñó a calcular la altura de la torre del templo midiendo los grados que hacía la sombra desde la pared al piso, ninguno de nosotros acertó pero estuvimos muy cerca, llegamos al final del curso sabiendo hasta lo último de las matemáticas de ese curso. El Padre Álvaro gustaba de leer a los clásicos españoles, sentía gran admiración por José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (Azorín), Ramón del Valle Inclán, y sobre todo a José María Pemán. De los clásicos peruanos sus predilectos eran Manuel González Prada, (aunque era librepensador), Santos Chocano, Ciro Alegría; en cambio a César Vallejo no lo toleraba. Otro profesor que sobresalía por su elegancia y delicadeza era el Padre Guardián, Carlos Cuñado, nos enseñaba inglés, pero en sus clases daba la sensación que no dominaba muy bien este idioma.

Nuestro Padre Director espiritual fue el Padre Bernardo Marina, entusiasta y de buen carácter. Cuando alguno quería marcharse, antes de que el Padre Maestro le dijera sí o no, lo mandaba el Padre Marina, él se encargaba de animar o aceptar las razones del chico. Ese año dejaron dos estudiantes el colegio seráfico y regresaron a España: Cubillo y Molinero.

En el mes de mayo, o mes de María o mes de las flores, todas la noches subíamos al coro a rezar y cantar. El Padre Justo Barrios (murió el 28 de septiembre de 1972, víctima de un accidente en Satipo) desde el púlpito del templo dirigía las oraciones y lecturas dedicadas a la virgen, luego daba la bendición con el Santísimo. El coro lo dirigía el P. Santos, quien todos los días nos esperaba en la terracita de entrada al coro paseando, en una mano llevaba un cigarrillo y en la otra el rosario.

El año transcurría cargado de la rutina acostumbrada: estudios, deportes, caminatas, alguna de ellas eran largas y cansadas, una vez llegamos desde el Callao hasta el palacio de justicia de Lima.
Tuvimos algunas visitas gratificantes, recuerdo especialmente dos: la del Padre Miguel Molinero, bajito de estatura, con un bastón en la mano y el hábito algo remangado, que nos hizo reír mucho con sus ocurrencias; y la del Padre Lorenzo Quintano, con el pelo revuelto y barbón, y con su sencillez, alegría y buen humor nos relató sus aventuras por la selva, se veía que era un auténtico misionero franciscano.

Sería por el mes de octubre cuando se inauguró la feria de muestras del Pacifico, fuimos todos los estudiantes a verla, para el paseo nos dieron de propina dos soles a cada uno, hicimos el viaje en ómnibus y regresamos en lo mismo. La feria fue muy interesante, había muestras de tecnología de muchos países, España también estuvo presente y expuso el camión Barreiros y el Pegaso. Corría un airecillo fresco y agradable que nos invitaba a pasear dentro del recinto de la feria, en el paseo alguien encontró a una señora que vendía papas asadas, se pasó la voz y fuimos a probar esa delicia porque ya sentíamos algo de hambre y con los dos soles nos alcanzaba para comer. Martiniano Izquierdo fue uno de los más entusiastas, compró una papa asada, la pagó y se la engulló, quiso comer otra pero no le quedaba ya dinero, entonces agarró una, en un descuido de la vendedora, pero con tan mala suerte que la mujer se dio cuenta y trató de recoger su ganancia. Estaba viéndonos cerca del lugar el P. Maestro, sin ser visto por nosotros, quien pagó la papa de Martiniano, que pudo correr a esconderse sin ser alcanzado por la dueña. Al día siguiente, el Maestro nos reunió a todos para echarnos un sermón, pero con delicadeza y medio chistoso, diciendo: Hay algunos a quienes les gustan mucho las papas asadas, pero luego se olvidan de pagar. Yo, dijo Martiniano, confesando su culpa.

Por ese tiempo, a los de mi año de estudios se nos dio por hacer genio-gramas en equipo, para luego dárselos a los de cuarto y tercero para que los solucionaran. Se me ocurrió poner: “quién descubrió la papa.” Y todos pusieron bien la respuesta: Martiniano.

En nuestros ratos libres se nos dio por inventar entretenimientos, uno de ellos fue el barco velero, al principio lo hacíamos de papel pero, poco a poco, fuimos mejorando y los hacíamos de madera, y con timón y velas; cuando los echábamos a la piscina navegaban muy bien, previamente le pusimos el timón un poco volteado a la izquierda para que dieran vueltas y más vueltas alrededor de la piscina. Hacíamos apuestas y ganaba el que mejor navegara y llegara primero a la meta. Un día el barco de Molinero amaneció sin velas, pero con motor, no supimos de donde consiguió la cuerda de un reloj despertador, la acomodó en su barco, le puso unas hélices, lo echó al agua y ganó la carrera a todos los nuestros.

En cuarto año había un chico de la selva, del departamento de Loreto, le costaba mucho estudiar, no porque no tuviera cualidades para el estudio, sino porque en esas zonas la educación era muy deficiente, por lo que le resultaba muy duro ponerse al tanto de nuestro nivel; era empeñoso, pero su esfuerzo le acarreaba un fuerte dolor de cabeza; lo que sí hacia con entusiasmo y habilidad era jugar al fútbol y a la pelota vasca. Unos días antes de viajar el P. Ojeda a España me encargó una grabadora para que grabáramos algún mensaje y saludos para llevarlos a Anguciana. Yo hacía las entrevistas a los estudiantes, también al chico de la selva, y dije: aquí tenemos al amigo Gómez, que es natural de Loreto, del corazón de la selva amazónica. Le di el micrófono para que hablara, coge el micrófono y dice: Yo soy el amigo Gómez, nacido en el corazón de la selva amazónica, y me devolvió el micro. Di algo más, di como te encuentras; tomó el micro de nuevo y dijo: me encuentro con dolor de cabeza. Desde ese día los chicos le preguntaban: Amigo Gómez, ¿te duele la cabeza?.

Pasado medio de año, no recuerdo la fecha exacta, el Padre Maestro, Julio Ojeda, viajó a España, y ocupó su cargo de Maestro el Padre Vicente Palacios, y Vice Maestro el Padre Carlos Cuñado.
Ya se acercaba el fin del año 1963, y cada día nos hablaban más de nuestro noviciado, era una novedad, una esperanza y una meta, aunque siempre se hablaba con cierto temor y preocupación. La definición que dio Amador Álvarez nos convenció a todos: el Noviciado es como estar un año de ejercicios espirituales. Y no se habló más del asunto. También el Padre Maestro nos iba preparando. Nos preocupaba cuando nos decía que entraríamos al Noviciado o no, según el informe que dieran los padres formadores.

Cercanos a la Navidad el Padre Santos nos enseñó unos villancicos preciosos para cantárselos al Niño Jesús en el aniversario de su nacimiento. Yo, en mi interior, pensé: lo que más deseo es que por lo menos, si no llego al Noviciado, llegar a la Navidad y poder cantarle al Niño Jesús estos bonitos villancicos.

Llegó la Navidad y se cumplió mi deseo, también el año nuevo 1964. El Padre Maestro, ese mismo día de año nuevo, nos dijo que ya había fecha para entrar al Noviciado, el día seis, a las tres de la tarde. Todos dimos un respiro, aunque no con mucho entusiasmo, pues un paso así es para estar bien preparado y tener muy claras las ideas.

Se tenía la idea que en el Noviciado te probaban, que te hacían un examen muy analítico de tus emociones, sentimientos y hasta de tus pensamientos y que por la menor falta o falla eras expulsado irremediablemente del Noviciado.

Mírate novicio amado
En este espejo o modelo,
Y contempla con gran celo
Lo que en él ves dibujado.

Después del almuerzo preparamos un pequeño equipaje, muy pocas cosas teníamos para llevar a nuestro nuevo destino de corto recorrido, del Callao a Lima, todo lo llevábamos puesto, una camisa, pantalón y ropa interior, algunas cartas de la familia, fotos y algún recuerdo.

Cuando hicimos nuestra entrada al convento de los Descalzos, lo hicimos por la puerta grande, con hermano portero y todo (Fray Rafael Córdova), quien nos abrió inmediatamente que llegamos. Lo primero que vimos en el pequeño claustrito de la portería fue un gran letrero que decía: silencio, y algunas pinturas en las paredes de frailes famélicos y tristes.

Nuestro Maestro, que conocía bien el convento, nos llevó al claustro de Padre Guardián. Desde lejos, entrando al corredor, vimos un gran crucifijo que predecía (como señal o anticipo) lo que nos iba a suceder. El claustro del Guardián es de forma rectangular: entrando a la derecha está la celda de Monseñor Arroyo, que fue obispo de Requena, seguida de la del P. Guardián, luego hay una escalerilla que sube a una especie de altillo protegido por una gran baranda, era conocido como el balcón de Pilatos, a la derecha estaba el salón de recreo de los Padres y a la izquierda unas celdas para huéspedes, dando la vuelta unas escalerillas de subida que conducen al patio de la enfermería y sus ambientes, y bajando del balcón de Pilatos, pegado en la pared, el gran crucifijo tallado en madera, seguidamente hay una gran puerta que conduce a la capilla del Carmen.

El P. Maestro tocó la puerta con el consabido “Ave María Purísima”, abrió el Padre Fray Antonio Olarte, el Guardián, ya algo entrado en años, que nos recibió muy cariñoso, nosotros le besamos la mano, y se notaba feliz de nuestra visita y entrada al Noviciado. El Padre Maestro le pidió permiso para retirarnos y seguir nuestra ruta.
“Singan, no más”, nos dijo.
Pasamos por una larga serie de corredores oscuros y silenciosos (el silencio fue el soberano que reinó todo el año), no se veía ni un alma (era la hora de la siesta), llegamos a la puerta de nuestro encierro voluntario. El Padre Maestro tocó el timbre y, mientras nos abrían, vimos a los costados de la puerta dos figuras pintadas y unos versos: “Mírate Novicio amado en este espejo o modelo y…” , ciertamente no era de lo más propicio para comenzar, ya que nuestro ánimo estaba por los suelos, porque la idea que nos habían medito en la cabeza era de mucha disciplina y vida sacrificada, cosa que a nuestra edad no estábamos preparados para tanta penitencia, pero lo habíamos aceptado y querido, y estando pensando en estas cosas se nos abrió la puerta y apareció el novicio portero, y damos los primeros pasos para entrar, había una especie de recibidor donde había dos puertas pequeñas en la pared de enfrente y en el centro un hermoso cuadro de la Virgen. En este recibidor estaban los hermanos novicios con el Maestro al frente, dándonos la bienvenida, luego escuchamos una tendida de cohetecillos que nos asustó. Atravesamos el recibidor y ya pudimos ver bien a los novicios vestidos con hábito franciscano, capucha y hasta con la corona o cerquillo o tonsura que se hacían los sacerdotes en la cabeza. Todos tenían una amplia sonrisa en la cara, nos trataban con mucho respeto, pues nos trataban de usted, ese trato desconcertó a mis compañeros que conocían a los novicios de tantos años atrás y no se imaginaban un trato tan deferente. El Maestro de Novicios era el P. Marcos Arciniega, de media edad, de mediana estatura, de pelo rubio y cara coloradita, con sonrisa, enseñando un poco los dientes. Nos dirigió unas palabras de acogida y se comprometió a ser como una madre para nosotros. Nuestro Padre Vicente nos dejó en buenas manos y se retiró.

El noviciado era entonces lo que hoy día es el coristado de filósofos. En el centro hay un hermoso patio cuadrangular, el piso estaba cubierto con baldosas de arcilla, las celdas de los novicios estaban en los cuatro lados. Nos señalaron nuestras celdas y, como con nosotros aumentó la población, tuvimos que acomodarnos de dos y de tres. Me toco compartir la celda con Amador Álvarez y Martiniano Izquierdo. Ya dentro de la celda escogimos nuestro catre, depositamos en la mesita nuestra cajita con las pocas cosas que teníamos; había para cada uno una tolla, jabón, y lavatorio.

Salimos afuera para que nos enseñaran el resto de nuestro territorio: la celda del Maestro, la capilla y la sala de clases, la despensa; luego salimos a un patio más pequeño por una puerta lateral donde estaban las duchas, servicios higiénicos y frontón de pelota vasca.

Escuchamos la campana del reloj dando las cinco de la tarde, entonces vemos cómo los novicios y el Maestro se arrodillaron, rezaron un avemaría y besaron el suelo, nosotros también hicimos lo mismo. Esto también fue una novedad, pues en el Callao no se acostumbraba a hacerlo.

Era la hora de la merienda: el Maestro y Fray Juan Villamor sacaron de la despensa unas bandejas con pan, café con leche, chocolate y plátanos.

Mis compañeros llamaban por su nombre a los novicios cuando se dirigían a ellos y de tú, sin anteponer el Fray y el Usted, entonces el Maestro nos corregía y nos mandaba que tratáramos todos ellos de Fray, de usted o su caridad. Nos costó mucho aceptar esta orden, pero la aceptamos y poco a poco nos fuimos acostumbrando. Estuvimos una hora más hablando y preguntando cosas relacionadas con el Noviciado hasta que dieron las seis de la tarde.

Volvió a tocar la campana y, a su sonido, todos guardaron silencio. Los novicios se pusieron en fila, entraron al recibidor, se rezó el avemaría a la Virgen y desaparecieron. Nosotros nos quedamos en la capilla del noviciado rezando el rosario hasta cerca de las siete, a esa hora aparecieron dos novicios que nos invitaron a seguirlos, entramos en el coro, rezamos en silencio el “adorémoste” y así estuvimos hasta que el Padre Guardián dio una palmada, entonces se levantaron los novicios y nosotros también, ellos dieron media vuelta, hicieron una gran reverencia al Guardián desde su sitio, luego una más pequeña a derecha e izquierda de la santa y venerable comunidad, y se sentaron junto a la comunidad, nosotros en un lugar aparte, junto a los hermanos no clérigos.

Comenzaba la lectura y meditación. Uno de los novicios puso en marcha un reloj que había en la pared derecha del coro y comenzó la lectura. Recuerdo que el padre encargado de leer comenzó diciendo el “Capuchino Retirado”. Terminada la lectura nos pusimos todos de rodillas a meditar. No sabríamos decir cuánto tiempo estuvimos en esa posición incómoda, era incomoda por varios motivos: porque el piso del coro era de madera machihembrada, con grietas que se metían en medio de la piel de las rodillas, con un calor bochornoso y que nos hacía sudar; el sudor nos caía por la espalda formando una gota fría. El rato que estuvimos así fue eterno, hasta que sonó el reloj una vez, pasada una eternidad volvió a sonar y todos nos pusimos de pié para comenzar el rezo de completas. Me gustó mucho la salmodia acompañada por el armonio y recitada a dos coros. Terminados los salmos, rezamos todos el Adorémoste y nos fuimos a cenar.

Apenas salimos del coro nos encaminamos al comedor todos los frailes formando dos filas, con la capucha sobre la cabeza, y los brazos metidos entre las mangas del hábito. Éste era grande, largo y estrecho, las mesas de madera oscura muy sencillas e inmovibles, igual eran los bancos; en la cabecera del fondo había un lienzo grande representando la cena del Señor, y a derecha e izquierda estaban colgados en la pared unos cuadros de pintura al óleo, eran largos y estrechos con las figuras de los frailes más representativos de la Orden y del convento. Después de una largas oraciones se acercó un Novicio en medio del comedor, frente al Guardián, dijo una oración en latín y subió al púlpito, que estaba pegado en la pared derecha en mitad del comedor, y empezó a leer, mas apenas si estuvo unos minutos leyendo cuando el Padre Guardián tocó un timbre, el novicio paró la lectura, para darnos la bienvenida en nombre de toda la Comunidad y suspendió la lectura y el silencio.

Fue grandioso ver tantos frailes jóvenes y viejos viviendo en el convento, reunidos en el coro y en el comedor y todos con un mismo ideal y una misma vocación.

Terminada la cena regresamos al Noviciado, hicimos como un cuarto de hora de recreo en el patio. Fray José Luís Diez nos dijo que adivináramos cuánto tiempo transcurrió desde que el reloj del coro dio la primera campanada hasta la segunda, hubo cálculos muy variados, desde media hora a diez minutos, pero nos equivocamos todos porque solamente transcurrieron cinco.

Tocó de nuevo la campana. Nos dirigimos todos a la capilla para rezar la oración de la noche. Terminada ésta, nos dirigimos todos en silencio hacia nuestros cuartos a descansar. Ya en la celda hablamos unas palabras, sobre qué nos había parecido el maestro, si lo veíamos como una madre. Entonces, Martiniano, con su espontaneidad a flor de piel, dijo que, en su opinión, era una guindilla (ají) picante.

Pasado un tiempo nos dimos cuenta que el maestro era una persona con fortalezas y debilidades, pero totalmente cumplidora de su deber y muy preocupado en cumplir las normas y hacerlas cumplir al novicio. Eran otros tiempos.

En honor a la verdad hay que decir que esa disciplina, ese cumplir la leyes y normas, nos sirvieron de mucho, pues nos hicimos más responsables, constantes, y aprendimos el valor de la puntualidad, el cuidado de las cosas, el amor a la disciplina, el orden, a no perder el tiempo, a dedicarnos a nuestros deberes y obligaciones que son requisitos para que una comunidad marche bien. En lo espiritual igualmente aprendimos a valorar las acciones del espíritu, el don de la fraternidad, de la minoridad, de la vocación cristiana y religiosa; conocimos mejor el espíritu de san Francisco y su legado; a reconocer el heroísmo de nuestros mártires, la santidad de tantos franciscanos que han llenado de ejemplo y virtud a la iglesia y a ser fieles servidores de Cristo.
Pasamos en poco tiempo de adolescentes a adultos.

Amaneció el día siguiente. A las cuatro y media de la mañana había que levantarse, un hermano novicio iba tocando de puerta en puerta y saludando con el “Ave María Purísima”, nuestra obligación era contestar con el “sin pecado concebida”. Después de despertarnos a nosotros iba a despertar a la Comunidad con el canto del “Alabado sea…” y tocar la matraca por los claustros de la Comunidad.

Los hermanos novicios estaban de preparativos para el día de su profesión, señalada para el día trece de febrero, al cumplirse un año y un día de su entrada al noviciado. Nosotros, que íbamos a tomar la posta, íbamos aprendiendo todo lo que nos correspondería para que todo continuase normalmente: oficio de campanero, de lector, aprender los acordes del tono de fa, el servicio en la cocina, el barrido del noviciado y del convento, el cuidado de los canarios; cómo debíamos saludar cuando nos cruzáramos con algún fraile por el camino, no hablar con los frailes fuera del noviciado; aprender de memoria las oraciones de la mesa, antes y después de comer; echar la culpa cuando cometiéramos alguna falta; aprender hacer cordones para los hábitos, cortar el pelo con cerquillo, etc.

1 comentario:

  1. Estimado Juan Ramón, buscando en internet a nuestro hermano seráfico Fry Antonio Urrutia llegué hasta tu hermosa publicación, en vista de que no ubico a Antonio Urrutia, busqué Padre Carlos Cuñado, porque gracias él Antonio entró a la familia, yo soy su hermana de cariño, nuestra familia ha estado relacionada a los Padres Franciscanos por varias generaciones, somos de La Punta , Callao, pero con el pasar de los años trasladaron al Padre Cuñado y alPadre Urrutia a Honduras según creo, nos enteramos que el Padre Cuñado Falleció pero de Antonio nunca supinos mas...alguien le dijo a uno de mis hermanos que había salido de la Congregación , quisiera saber si usted me puede dar razón de su paradero cosa que le estaré eternamente agradecida. Bueno no quiero aburrirlo mas, cualquier dato por favor hacérmelo llegar a mi Mail.
    mary.marsalci2000@gmail.com
    Atte. Maria Salas.

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