jueves, 25 de junio de 2009

Mis recuerdos de Anguciana y mi venida al Perú por Juán R. Moya

Capítulos
























Anguciana

Cuando el primero de noviembre de 1962, a eso de las dos de la tarde toqué el timbre del Castillo de Anguciana, ”Residencia de los Padres Franciscanos”, mi mente estaba llena de confusiones pues no sabía a ciencia cierta si lo que estaba haciendo era lo más correcto. Me abrió la puerta un joven, le pregunté por el Padre Luís Blanco, esperé en la puerta, y el Padre me recibió y me llevó al recibidor. Le dije que yo era el joven de Granada, Juan R. Moya Santoyo, que le había escrito varias veces solicitando ingresar en la Orden Franciscana, y que quería ser misionero en el Perú. Me hizo muchas preguntas, sobre todo eso de querer ir concretamente al Perú, ¿por qué no en España, en Marruecos o en Tierra Santa? Yo le di mis razones, y al padre les parecieron muy buenas.

Me preguntó si había almorzado, como le dije que no, me llevó a la cocina y me sirvió de comer. Por el camino, desde la portería hasta la cocina, me encontré con los frailes que salían del comedor, de todos ellos los que más me llamaron la atención por su figura fueron tres: uno era bastante calvo y los pocos pelos que le quedaban en la cabeza los tenía muy revueltos, daba la sensación que nunca había pasado un peine por su cabeza, a otro lo noté bastante subidito de peso, con el cigarrillo en la boca (fumando), tenía el pecho y la barriga manchados con la ceniza que le caía del cigarrillo, a otro con el hábito un poco levantado, con vendas en las piernas y andaba con cierta dificultad.

Me llevó a la cocina, allí conocí a Fray Félix Elorza, con un hábito muy viejo y roto y con la capucha sobre la cabeza, debajo de la barbilla se había colocado un sujetador de ropa, decía que era para juntar los dos cantos y estar más abrigado, a Fray Antonio Rubio y a un joven de nombre Gabriel. No fue una impresión muy buena, y pensé que yo no duraría mucho en ese ambiente.

Luego de terminar el almuerzo, el Padre me llevó a visitar el castillo y a señalarme mi habitación. Observe que había por allí unos chicos que con baldes de agua limpiaban los servicios higiénicos de los frailes (días después, ese sería mi trabajo). La habitación era sencilla, había una cama, una mesa y una silla y algún cuadro por allí colgado en la pared. Me entregó el libro de las Florecillas de san Francisco (no conocía ese libro) y me dijo que lo leyera para que aprendiera cómo era la vida y la obra de los franciscanos. Salió y cerró la puerta. Yo saqué de mi maleta algunas cosas que iba a necesitar, y sin más me puse a leer, conforme avanzaba en la lectura del libro me pareció estar escrito por un escritor poseedor de una gran fantasía, amena, repleta de lirismo, algo irreal y que no parecía ser muy cierto lo que allí se había escrito.

Como en toda la tarde nadie me visitó ni me buscó avancé bastante la lectura y, conforme iba avanzando, cada vez me convencía más de que aquel modo de vida no era para mí, pues lo encontraba todo muy riguroso y sentía temor de no cumplir bien; tampoco los frailes descritos en ese libro se parecían mucho a los que yo había conocido en Granada, pero sí a algunos de los que había visto salir esa tarde del comedor o en la cocina, pues estos tenían un aire más cercano a la miseria y pobreza con los personajes descritos en las Florecillas.

Antes del anochecer me buscó el mismo Padre Blanco, me llevó a la capilla del convento para rezar el rosario y recibir la bendición con el Santísimo, oficiaba el Padre Antonio López, me agradó su voz clara, cantarina y fuerte.

El templo del convento era funcional, no era de gran tamaño, ni artístico, ni antiguo, parecía que lo habían construido haría unos pocos años atrás, estaba lleno de niños (los seráficos), estaban bien colocados en las bancas, también había unas cuantas personas del pueblo, y a un frailecito entrado en años sentado muy cerca del altar, luego supe que era el P. Francisco Urrózola, que gozaba de mucha veneración, estima y consideración entre los frailes. Me gustaron las canciones que cantaron los chicos, cantaron con entusiasmo y bien entonados. Cuando todo terminó, los estudiantes salieron en dos filas, comenzando por los menores (de menor a mayor), de ahí pasaron al comedor, y yo, a la cocina.

Terminada la cena, el Padre Blanco me presentó a los frailes de la Comunidad: P. Antonio López, P. Ángel Rojo, P. Felipe de Jesús Gil (de visita), P. Tomás Santos, P. Germán Pino, y un corista de la Provincia Franciscana de Granada. Faltaban algunos padres más que estaban ausentes: Pedro Cubillo, Narciso Chinchetru, Pedro Fernández y Ricardo Colina (estos dos últimos de vacaciones y visita). Estuve un rato hablando con ellos, se reían de mi dialecto andaluz y por las palabras contestadas, había muchas que no entendían bien, querían oír mi forma de hablar andaluza y, terminada la conversación, nos retiramos a dormir. Cuando llegué a mi cuarto, después de un viaje muy largo, no quise pensar mucho, solo quería descansar y dormir.

Me desperté muy temprano. El P. Blanco me llamó para que fuera a misa, y después a desayunar.

Esa mañana conocí mejor el convento: La planta baja era totalmente nueva, la portada de entrada era amplia y bien proporcionada, lo mismo el claustro con vidrieras que resguardaban del frío y de las heladas del gélido invierno castellano, en el centro interior había un jardín. Si mal no recuerdo, en la cuadrada planta baja, comenzando por la izquierda, estaban los siguientes ambientes: el auditorio, el comedor de los padres, cocina, comedor de los seráficos, y un amplio salón de juegos, y una gran puerta que daba al campo deportivo, y, por último, la capilla y el templo.

El campo deportivo era de buen tamaño y convencional, al fondo estaba el frontón y la piscina, a mano izquierda había una hermosa y florida huerta con hierbas y frutos de finales del otoño, nunca le faltaba el agua pues por ella pasaba un caudaloso canal, y se cultivaban hortalizas y árboles frutales, de estos últimos recuerdo a los delicados caquis. La segunda planta, también de izquierda a derecha: en el interior del mismo castillo estaban los dormitorios o celdas de los frailes, era todo antiguo y de piedra, en cambio el Colegió Seráfico era construcción totalmente nueva, había un gran salón de estudio y un aula, éste quedaba encima del comedor y de la cocina, un salón de lectura y unas pequeñas aulas de clases, al fondo el dormitorio del Padre Tomás Santos y el dormitorio de los niños más pequeños.

Era el día dos, día de difuntos, no hubo clases, había paseo, la mayoría de los chicos salieron camino de santo Domingo con el propósito de ver si encontraban algún “almendruco” en las tantas huertas que hay a izquierda y derecha de la carretera. Yo me quedé en casa, como reconociendo el terreno en el que me quedaría a vivir por dos meses antes de embarcarme para América.

Me encontré con el Padre Pino (peruano), estaba acompañado de tres o cuatro pequeños y me invitó a salir a pasear por el pueblo, también fuimos al cementerio. Me llamó la atención la confianza que tenían los chicos con el Padre, le llamaban “Padre Pinocho” y él, en lugar de molestarse, se reía, se colgaban de sus brazos y le preguntaban cosas del Perú.

Amaneció el tercer día de mi estancia en Anguciana, ya conocía a todos y todos me conocían; también conocí el horario del quehacer diario en la Comunidad, el oficio de cada uno y el horario de clases. Yo seguía en mi habitación del Castillo, castillo viejo y algo deteriorado por el tiempo, pero funcional y esbelto.

Mis primeros trabajos fueron dentro del mismo castillo: barrido de los pasillos, escaleras y salas; aseo de los servicios higiénicos; colaboraba también en la cocina, pelando patatas (papas), lavando platos, tazas y cubiertos.

En las tardes me pasaba largos ratos en mi habitación solo, entonces era cuando entraban en mis sentimientos los recuerdos de mi tierra, y me invadía la melancolía, hacia comparaciones de mi bella ciudad de Granada con ese pueblecito aburrido de Anguciana: el tibio frío de mi tierra andaluza, con el clima helado y húmedo de la vieja Castilla. Sentía un fuerte impulso de disculparme con el Padre Blanco, de salir de allí, y estaba decidido a regresar a mi tierra; pero el ardiente deseo de ser misionero en el Perú era más fuerte que mis depresiones y nostalgias, entonces decidí darme más tiempo para reflexionar antes de tomar una decisión. Estando pensando en estas cosas se me presentó el padre Blanco quien, con su psicología de hombre prudente y sabio, me dijo: Jovencito, es hora de que te integres con tus compañeros de viaje.
Sí, padre, respondí.

Al día siguiente me presentó a los chicos con los que iba a viajar al Imperio de los Incas, eran un total de siete, solamente me acuerdo de los nombres de seis y que, contando conmigo, seríamos siete los que vendríamos al Perú: el mayor era de Apellido Cubillo (su nombre no recuerdo), tendría unos catorce o quince años, era serio, tranquilo y algo tímido; Rafael Ibeas, estudioso, reposado y le gustaba el idioma inglés; Bienvenido Üzquiza, alegre, sencillo y le gustaba la literatura; Policarpo Bernal, juguetón, amigo y deportista; Miguel Miguel Miguel, algo distraído, le gustaba compartir con sus compañeros; y, el más pequeño, Antonio Sanz, cariñoso, engreído y alegre.

El Padre Blanco me ordenó que asistiera sobre todo a las clases de inglés y de historia del Perú, las dos asignaturas estaban a cargo del P. Germán Pino.

El cargo de rector del Colegio Seráfico estaba encomendado a la persona del P. Ángel Rojo, el vicerrector era Germán Pino y el P. Tomás Santos cuidaba de los niños más pequeños y me ofrecí a ayudar en lo que fuera necesario. También me agradaba asistir a las clases con los niños, especialmente a la de los mayores.

Un día asistí a la clase del P. Luís Blanco, que era profesor de Historia de España, la España Visigoda, gobernada por los visigodos, este gobierno ocurrió como consecuencia de la famosa invasión de los pueblos Bárbaros del norte y noroeste de Europa que provocaron la caída del Imperio Romano. Como le preguntara a un niño los nombres de estos pueblos y no supiera responder, entonces me preguntó si yo los sabía, y yo los sabía muy bien, los cité a todos: Godos, Visigodos, Ostrogodos, Suevos, Vándalos, Alanos, los Hunos, Vikingos, etc. Parece que el Padre lo que trataba era de ver hasta donde llegaba mi grado de cultura y, como quedó satisfecho, me nombró profesor de Historia hasta mi partida al Perú.

Como las habitaciones del Castillo eran frías, el P. Ángel Rojo me sacó de allí y me trasladó a una habitación más abrigada que estaba vacía cerca de la celda del Padre Santos en la segunda planta, con el fin de que cuidara de los niños más pequeños y los atendiera cuando fuera necesario. Que lo fue muy pronto, pues en una noche fría y helada se congelaron las aguas de los lavabos del dormitorio, reventaron las cañerías y se llenó todo el piso del dormitorio de agua. Los niños se despertaron y comenzó el griterío de alarma. Me desperté y fui a ver qué era todo ese vocerío, teniendo ya conocimiento del desastre, esto se solucionó cerrando las llaves de compuerta con lo que paró de salir el agua y con escobas y recogedores secamos el dormitorio.

Había la costumbre que los niños tenían que hacer ejercicios de lectura, y el horario era después del recreo de la comida del mediodía, durante la siesta de los frailes, y se hacía todos los días en el salón lateral que daba al campo deportivo, el encargado de esta tarea era el ya citado hermano corista, pero como éste se ausentó, me la encomendaron a mí. Es aquí donde aprendí a conocer un poco del comportamiento y costumbres de estos niños de los pueblos del norte: se puede decir que todos, salvo alguno que otro, eran muy traviesos y juguetones, escandalosos con sus risas y gritos y muy dados a las bromas y a pelear unos contra otros, más divertido que real. Por esos motivos comprendí por qué todos los Padres llevaban una varilla en la mano, y era más para disuadir que para castigar, ya que la mayoría de los castigos era dejarlos sin merendar cuando la falta era grave, o ponerlos de rodillas cuando era leve. Al padre que más le temían los niños, por los castigos que daba, era al P. Chinchetru, él usaba la vara y lo hacía de veras, hacía de profesor de música.

Recuerdo que en una ocasión, antes de Navidad, el P. Chinchetru, queriendo repasar los cantos, formó a todos los chicos, separándolos por voces: aquí los tiples, los semi-tiples y aquí los bajos, había un niño muy pequeño, tendría siete u ocho años, de apellido Bernal, hermano de Policarpo, éste se colocó con los de voz baja, cuando el padre lo vio, le preguntó qué hacía allí, le contesta que él era bajo (era bajo de estatura, pero no de voz), le dio un empujón y lo mandó volando donde los tiples, y todos se reían, él trató de mantenerse sereno, pero el final lloró como lo que era, un niño.

Yo empleé el método del castigo más leve, y la primera vez que lo hice a uno que era tan inquieto y movedizo como el rabo de lagartija, de apellido Monasterio, para sorpresa mía, los chicos se reían cuando le dije: “Monasterio, hínquese de rodillas”, estas palabras eran dichas con mi acento andaluz.

Me gustaba contarles a los niños historias, cuentos, o les recitaba poesías y hasta ensayamos una obra pequeña de teatro.

Viendo el Padre Tomás Santos que yo tenía conocimiento de obras literarias, como dramas, teatro y poesía me tomó de asistente en sus clases de Geografía y literatura, clases que la mayoría de las veces las dictaba yo.

Así, de esta manera, y ocupado como estaba, se me olvidó totalmente el deseo de regresar a Granada.

Ya, cuando estaba acercándose el día señalado para embarcarnos, sentí un poco de pena y sentimiento de alejarme de España, pues alejarme de mi madre y mis hermanos y lanzarme a lo desconocido no era nada fácil.

A los que serían mis seis compañeros de viaje se les concedió una semana de vacaciones con la finalidad de despedirse de sus familiares. Regresaron todos, menos uno, de cuyo nombre no me acuerdo, y éste era el que más entusiasmo tenía por viajar a América y animaba a los demás, pienso que sus padres no se lo permitieron.

Una semana antes del embarque nos llevaron a Logroño para hacer los papeles (documentos) de salida de la nación. Nos llevó el Padre Rojo en una camioneta conducida por el Padre Cubillo. Recorriendo las avenidas de Logroño, en las calzadas había unos árboles grandes y llenos de hojas, a los cuales el padre los llamó plátanos, yo tenía otra idea, creía que el plátano era el que daba el fruto del mismo nombre.

En la oficina donde nos estaban dando el pasaporte, como a mí me vieron de más edad, me preguntaron si no quería ser más bien militar, les respondí con un rotundo no, y no me hicieron más preguntas.

Escribí una carta a mi madre dándole la noticia y el día señalado: seis de enero de 1963, y el embarque sería en el puerto de Santander.

miércoles, 24 de junio de 2009

Viaje a Perú

El trayecto de España al Perú lo haríamos en el gran barco inglés de pasajeros, llamado Reina del Mar, de 21.000 toneladas. De izquierda a derecha: Miguel Miguel, Victoriano Cubillo, P. Perico Fernández, Juán Ramón Moya, Rafael Ibeas. En la parte de abajo: Bienvenildo Uzquiza, Antonio Sanz y Policarpo Bernal.


Dos días antes de partir llegaron mi madre y mis tres hermanas, Carmen, María Dolores y Emilia. Recuerdo que el día que llegaron, en la noche, nos sirvieron para cenar una sopa, rica en ajos puerros, pero que a ninguno nos gustó, salvo a mi hermana María Dolores. Los encargados de llevarnos al Perú serían los Padres Pedro Fernández y Ricardo Colina.

El mismo día seis de enero, muy temprano, nos pusimos en camino por la carretera que nos llevaría a Santander. Todos estábamos en silencio, solo el P. Rojo habló algunas palabras, recuerdo que al pasar por un prado donde había muchos árboles de gran tamaño y de color medio azulado, dijo: esos árboles son eucaliptos. Era la primera vez que escuché ese nombre, pues por mi tierra no los había (en el Perú sí los hay) y no volví a verlos hasta después de dos años cuando estuvimos en Arequipa estudiando filosofía.

Ya, en Santander, como era muy temprano, lo primero que hicimos fue entrar en la Iglesia de los padres Redentoristas, el Padre Cubillo tenía un hermano sacerdote y misionero en Venezuela en esa congregación, escuchamos la santa misa y, al terminar, le cantamos una salve a la Virgen del Perpetuo Socorro. En un restaurante del lugar desayunamos. Dimos algunos paseos por la ciudad, sobre todo por los alrededores del puerto y sin parar de mirar el mar y los barcos.

Ese día de invierno la mar estaba muy movida, el agua se veía de un color gris-blanco que yo nunca había visto en mis playas andaluzas, había pocos barcos en el puerto, pero a lo lejos se veía una lancha que subía hasta lo alto de las crestas de las olas y de pronto desaparecía, parecía como si se la hubiera tragado el mar, para luego volver aparecer. Sentí miedo de navegar por esos mares tan agitados y que no se parecía en nada a las tranquilas y tibias aguas de mi mar Mediterráneo, pero ahora estábamos en el mar Cantábrico, me dije a mi mismo que debería ser valiente, como valientes eran los tripulantes de esta España del norte, seguramente los mejores marineros del mundo.

Algo lejos del muelle se veía un barco de color blanco, muy grande, que a pesar de haber tantas olas en el mar no se movía. Estuvimos por lo menos una hora yendo de un lugar para otro, pero el tiempo pasa. En el momento oportuno, el padre Pedro Fernández (Padre Perico) nos reunió a todos y pidió al Padre Rojo que nos diera la bendición de san Francisco. Empezaron las despedidas, los lloros y las lágrimas de nuestros familiares. El Padre Colina dijo a mi madre que se tranquilizara, y que si todo salía bien estaría de vuelta dentro de unos catorce años. Para qué le dijo eso, pues en lugar de darle consuelo la desesperó más. El padre se equivocó, porque no fueron catorce años, sino once, lo que tardé en volver a verla y a mis hermanos.

Nos pusimos en fila, entramos en una lancha que, abriéndose paso por entre las olas, nos llevó a aquel barco inglés grande y blanco que veíamos a lo lejos. Junto al casco del Reina del Mar paró la lancha, nos subimos en una canastilla que nos izó hasta la cubierta del barco, ya a bordo un marinero nos daba la bienvenida. Todos nos fuimos a las barandillas y con la mano no parábamos de decir adiós. El gran barco empezó a sonar sus bocinas y lentamente empezó a navegar, retirándose más y más de las costas españolas, todos nosotros estábamos con los ojos fijos mirando el horizonte, mudos y atentos. El padre Perico nos sacó de nuestra concentración y nos condujo a nuestros camarotes.

Estábamos navegando dentro de las aguas españolas, pero sin ver tierra. Ahí nos dimos cuenta de que era verdad, nos íbamos para América. Todavía tocaríamos una vez más un puerto español, (nosotros no lo sabíamos), el puerto gallego de Vigo en el océano Atlántico. Llegada la noche fuimos a cenar al comedor, rezamos el rosario y a dormir.

No fue nada fácil dormir, pues con el vaivén del barco la comida la teníamos entre el estómago y la boca, subiendo y bajando. Después de esa mala noche llegamos al amanecer, y nuestra primera intención, después de desayunar, fue subir a cubierta para ver el mar y su dimensión incalculable, pero para sorpresa nuestra vimos tierra firme, una tierra bella en acantilados, rías y hermosas playas, y muchas aves volando, unas a ras del agua, otras se lanzaban en picada contra el agua, otras caminaban por la arena y otras volaban por las nubes, eran las costas gallegas. Me vino enseguida a la mente a Fernán Caballero, la poetisa gallega autora de las Gaviotas.

El mar estaba precioso, de un azul limpio y de tranquilas olas espumosas, poco a poco el barco se acercaba más y más a tierra, y pronto pudimos distinguir la población y el puerto repleto de barcos grandes y pequeños, esta vez el barco sí atracó en el muelle, fue amarrado y pudimos salir. La gente y el padre Perico nos dijeron que estábamos en Vigo. El pisar tierra firme, sin sentir el mareo del vaivén del mar, era un consuelo que solamente lo aprecian los marineros y los que hacen viajes largos por los mares. El Padre nos llevó por toda la ciudad, una ciudad bonita, con hermosos parques, buen clima, y lugares turísticos como el “Castro” (castillo). La gente era amable, unos hablaban en gallego y otros en castellano. Estuvimos casi un día en esta ciudad. Volvimos a nuestro buque y enrumbamos hacia el oeste camino de América con el sol a la espalda, siguiendo el caminar del sol.

Cuando dejamos las costas españolas, estando ya en pleno océano, volvió el mar a mostrar su bravura, esta vez el barco si daba bandazos, cabezazos y coletazos. No estábamos a gusto en ninguna sitio, la cabeza se nos iba por todas partes, corríamos por todos los lugares buscando un sitio tranquilo y de sosiego, porque, cuando caminábamos por los pasillos perdíamos el equilibrio y a más de una persona vi caer al piso, nos daba nauseas y “devolvíamos la peseta”, el único lugar más sosegado era el camarote, echados en el catre y con los ojos cerrados. Estos malestares nos duraron unos tres días y no se veía a nadie, hasta las mesas del comedor estaban casi vacías.

Poco a poco nos fuimos acostumbrando, recuperamos el apetito y las ganas de subir a cubierta a respirar aire puro aunque el ambiente estaba muy nublado y frío, sin embargo, podíamos extender la visión hasta donde nos diera alcance. Es ahí donde por primera vez vimos los famosos peces que llamaban “voladores” y, mirándolos, ya nos distraíamos en algo.En cubierta había también algunas salitas de juegos, entre ellos estaba la mesa de ping-pong, había que hacer turno para jugar una partida; algunos jugaban a las cartas y otros simplemente paseaban, pero el sol no se veía.

Cuando llegó el domingo, en un salón grande se celebró la santa misa. Como había varios sacerdotes: franciscanos, capuchinos y seculares, había que guardar turno. El altar era una mesa con manteles y candelabros, en la pared, frente a la mesa, había un cuadro de la reina de Inglaterra, la reina Isabel. Le tocó el turno al padre Perico y durante la misa que era en latín cantamos algunas canciones, sobre todo las dedicadas a la Virgen María. Asistió mucha gente, se llenó el salón, y el público nos acompañaba con los cantos, pues muchos de los pasajeros eran de habla hispana, también los había italianos, franceses, alemanes y de otros países nórdicos.

Poco a poco fue mejorando el tiempo, tiempo que se nos hacía cada vez más corto, pues había que atrasar los relojes una hora cada día conforme nos acercábamos al Continente americano.

El tiempo que pasamos en el barco no fue aburrido porque los encargados de transportarnos tenían todo muy bien organizado para que la masa humana de viajeros pudiera distraerse y atenderse. Si eran damas, iban a la peluquería, lavandería y tiendas; los hombres, a tomar unas copas en el bar.

Los jóvenes y niños subíamos a cubierta donde había diversos juegos; los enfermos, con el médico; y los estudiosos, en el salón de lectura. Todos los días nos daban noticias de América y del mundo. En las noches también había animación, unas veces nos ponían películas, otras noches una orquesta interpretaba música de distintos países y se bailaba; también había un piano en el cual los aficionados podían interpretar algunas piezas de su tierra. Nuestro Padre Perico sabía tocar e interpretaba música criolla: valses, marineras, tonderos, y huaynos. Había peruanos, y los días que el Padre estaba de humor interpretaba música del Perú, entonces salían a bailar, y sacando sus pañuelos y agitándolos al aire bailaban al compás de la música, era la primera vez que veíamos esos bailes de pañuelos. Por fin empezó a sentirse calor.

Estando un día en la sala del ping-pong, en cubierta, vimos como unos marineros comenzaron a armar una piscina, eso nos dio alegría, pues podríamos refrescarnos en el agua e incluso nadar. La piscina estuvo lista esa misma mañana, ypor la tarde la llenaron de agua y, cuando la probamos, sentimos que era agua del mar, estaba salada. De día y de noche gozábamos de un clima estupendo.

En cubierta corría una brisa agradable, seguramente eran los vientos alisios que nos refrescaba el rostro; también nos daba apetito y ganas de jugar, sobre todo al ping-pong.

En las noches, nos juntábamos en una esquina cerca de proa, el padre Perico entonaba cantos, nosotros los seguíamos y eran cantos bonitos, alegres y algunos melancólicos, dirigidos a la Virgen, a los misioneros, un adiós a la Patria, a la madre querida y de los más populares de España. La gente nos escuchaba y poco a poco nos íbamos ganando sus simpatías.

En nuestra clase turística viajaba una pareja mayor, no recuerdo su nacionalidad, pero no eran españoles ni americanos, el esposo se puso enfermo, lo atendieron los doctores del barco, pero duró poco, murió en uno o dos días. A los que lo habíamos visto tomar el sol en cubierta nos impresionó su muerte, pero mucho más nos impresionó ver como el capitán del barco, después de una breve ceremonia religiosa, ordenó a los tripulantes arrojarlo al mar. La esposa estaba muy consternada.

En el comedor o en las salas de recreo, o cuando tomábamos sol después de bañarnos, la gente nos hacían muchas preguntas, sobre todo relacionadas con nuestra vocación de misioneros y por qué ir a estudiar al Perú.

Creo que todavía no se había inventado la palabra “inculturizarse”, o “enculturizarse”, pues para conocer mejor el país donde uno va a vivir es mejor hacerlo a una temprana edad y sin prejuicios de ninguna clase, así se aprende mejor la cultura, la lengua, las costumbres y se ama más al país que te recibe. Se puede discutir, tanto en pro como en contra, si fue bueno o no que trajeran al Perú niños de tan pocos años de edad, algunos de 10 años y otros de un poco más, desde luego fue muy duro para ellos y para sus padres.

Como las noches eran largas y agradables nos apartábamos un poco de la gente y hacíamos la oración y el rezo del santo rosario, terminados estos actos, el Padre Perico nos invitaba a que dijéramos algo de nosotros mismos o de lo que habíamos hecho en el día, algo así como un examen de conciencia; también contábamos algo de nuestros pueblos, de lo que hacíamos en vacaciones y de nuestras amistades, etc. Una noche, después de hacer oración, el más pequeño de todos, Antonio Sanz, me preguntó cómo había ido yo a parar donde ellos.

Viendo el interés que tenían todos, hasta del mismo Padre Perico, comencé así:
Una noche del dieciséis de mayo de 1962 asistí por una invitación de un amigo mío, llamado Leopoldo Garrido, a una conferencia que daba un padre Franciscano, de nombre Alberto Almécija Ramírez (nacido en Granada y años más tarde fallecido en Lima), sobre las misiones del Perú. Me agradó mucho cuando relató los muchos sacrificios que sufrían los misioneros, especialmente en la selva Amazónica; de las dificultades que encontraban en esos lugares inhóspitos, llenos de peligros, de naufragios y de animales salvajes, especialmente serpientes. Él mismo, a pesar de que no era ya muy joven estuvo en la selva, había sufrido un naufragio navegando por el río Urubamba y, aunque pudo salvarse, quedó sordo durante mucho tiempo.
Este Padre, de profesión farmacéutico y algo adinerado, conoció al Padre José Mojica, quien fuera famoso tenor de ópera, en una visita que hizo a Granada, se hicieron amigos y quiso imitarle queriendo también ser franciscano. Viajó con él al Perú. Fue admitido en la Provincia de los Doce apóstoles. Hizo el Noviciado y, después de prepararse en filosofía y teología, se ordenó de sacerdote. Yo sentía que las palabras de este Franciscano me llegaban al alma, pensé que a hombres así, que apuestan por el evangelio, valía la pena imitarlos. Me vino a la mente el deseo de hablar con él.

Lo visité en la casa de sus padres, donde estaba hospedado, me recibió muy amable y le expresé mi deseo de ser también misionero. Lástima, me dijo, no haberlo sabido antes, pues regreso en dos días al Perú y ya no hay tiempo para sacar tu pasaporte, hablaré con mis superiores y te diré lo que me digan, dame tu dirección, y así quedamos.

Pasó un mes, esperaba con ansiedad y temor esa carta, pero ésta no llegaba. Entonces le escribí yo, pero no sabía sus señas, puse en el sobre la siguiente dirección: Fray Alberto Almécija Ramírez. Convento de los padres Franciscanos. Cuzco, Perú.

A los quince días recibí la contestación. La respuesta no fue muy halagüeña, pues me decía que había hablado con sus superiores y que no les pareció bien que ingresara en su Provincia, que solicitara mi ingreso en la Provincia de san Francisco Solano, que tenía una casa en Anguciana (Logroño) y que fuera a los Franciscanos de Granada a preguntar por la dirección. Así lo hice y conseguí la dirección. Como mi pensamiento estaba puesto en ser misionero franciscano en el Perú, escribí al Padre Guardián de Anguciana. Pasaron otros quince días y, al no recibir respuesta, volví a escribir. Esta vez, el Padre Luís Blanco me contestó. Las noticias no eran del todo buenas, pues me decía que consultaría con los padres de la comunidad y que me daría una respuesta definitiva. Yo volví a escribirle, suplicando muy animoso a que me recibiera y que estaba dispuesto a aceptar las pruebas que me dieran. Por fin el Padre me escribió y me dijo que podía ir para conocerme y ponerme a prueba.

Si mi odisea por ingresar al convento de Anguciana fue de tenacidad y constancia, más hermosa, poética y sentimental fue la del ahora Padre Severino Esteban, que habiendo llegado a Anguciana con otros compañeros de su pueblo, queriendo estudiar para llegar un día ser franciscano Misionero en el Perú, llamaron a la puerta del convento con la persona encargada de llevarlos y presentar a los niños, pero el Padre Rector encargado de recibirlos los examina con la mirada y dice: estos dos grandecitos pueden entrar, pero ese, el más pequeñuelo, no, es demasiado chico, que regrese con su madre. Entonces, nuestro ahora buen Padre Severino se puso a llorar desconsoladamente, y tan profundo era el sentimiento de ver frustrada su vocación, y eran sus lágrimas tan sinceras, que el Padre Rector le dijo: anda, no llores más, entra tú también.

Pasaron cinco meses desde que sentí que Dios me llamaba a seguirle, sirviéndole en el evangelio. Prepare la maleta, tomé el tren para Haro, llegué a Anguciana y toqué el timbre de la puerta. También los otros chicos hablaron de su vocación, entre ellos hubo uno (no quiero decir su nombre) que contó que cuando el padre promotor de vocaciones fue a su pueblo, éste habló con el maestro de la escuela y el maestro escogió a unos cuantos llamándolos por su nombre, luego dijo: Padre, estos podrían ir al convento. Pero de todos solo fue él, pues el resto no quisieron sus padres.

Estamos para llegar a Jamaica. Cualquiera que haya navegado por mucho tiempo sabe que la monotonía del agua es a la larga aburrida y cansada, uno desea ver algo distinto, por eso cuando se nos comunicó que en las siguientes veinticuatro horas estaríamos llegando a Jamaica, fue para nosotros emocionante y al mismo tiempo algo histórico.

Nos vino a la memoria los hechos ocurridos en 1492, cuando los valientes hermanos Pinzón alentaron a Colón ante el temor y desaliento de la tripulación a seguir navegando adelante, y así sentir el gozo de poder decir: “tierra a la vista”. Esa noche hablamos de estas cosas, y con estos sentimientos nos fuimos a dormir, pero con el propósito de levantarnos temprano para ver y decir: “tierra a la vista”.

Nos permitieron bajar a tierra. La isla, que tiene por capital a Kingston no era parecida a la que descubrió Colón, pues en los casi cinco siglos después todo había cambiado mucho. Recuerdo que cuando todavía estábamos en el puerto sin bajar a tierra había gran cantidad de niños entre 12 o quince años nadando alrededor del barco, como el agua era limpia y transparente esperaban buscar buceando las monedas que la gente de abordo arrojaba; en la ciudad había una gran población de raza negra, muchas tiendas, y entramos una de sus iglesias anglicanas. Estábamos en América, concretamente en América Central.

Partimos de Jamaica a Venezuela. Visitamos por un día Caracas. Llegamos a la isla de Curazao, bajamos a tierra y visitamos la isla, donde nos detuvimos un día. Nos pareció interesante encontrar en esta parte de la tierra americana una ciudad con casas al estilo de las del norte de Europa. De allí partimos rumbo a los Estados Unidos, en la Florida, capital Miami. Nuestro barco atracó en el puerto de Everglades y bajamos a tierra, visitamos pocos lugares, pues la ciudad distaba mucho del puerto y no teníamos para alquilar un taxi, pero caminamos mucho por la carretera; estuvimos tres días, al cabo de los cuales arrumbamos hacia Panamá.

En Panamá estuvimos dos días, conocimos la capital que lleva el mismo nombre del País. Antes de pisar tierra me buscó el Padre Colina y me invitó a acompañarlo por el Puerto (Colón), en él vendían cosas muy baratas y él quería comprar unas lentes para su cámara fotográfica, como nos habían advertido que había muchos ladrones en la ciudad no quería ir solo. Este Padre, desde el inicio, ya nos parecía un personaje raro porque desde que abordamos el barco en Santander lo perdimos de vista y no apareció hasta ese día.

Efectivamente, en las tiendas del puerto había de todo lo que uno pudiera necesitar y la mayoría de las tiendas estaban atendidas por hindúes con turbantes en la cabeza. Entramos en varios comercios, hasta que consiguió lo que quería. Después de estas compras, como era hora de almorzar, me invitó a un restaurante y nos sirvieron arroz a la cubana (arroz blanco con un huevo frito encima), el padre comió con apetito, pero yo me desilusioné de la comida americana.
El paso del canal fue interesante, todos estábamos en la cubierta para ver el ingenioso sistema de hacer navegar el barco, desde el nivel del mar hasta elevarlo por medio de tres esclusas a las alturas del estrecho y cruzarlo por un canal con agua, y después bajarlo hasta el océano Pacífico.
Nos estábamos acercando a nuestro destino, pasamos las aguas territoriales de Colombia y Ecuador, nos aconsejaron que no bajásemos a tierra.

Conforme nos acerábamos a nuestro destino el ambiente marítimo iba cambiando, nos parecía estar en un mar deprimente, lleno de neblina, el barco hacía sonar las bocinas de trecho en trecho para no chocarnos con algún otro barco, y así se mantuvo la neblina y el sonar de las bocinas hasta llegar al Callao.

Llegamos más lejos que Colón, pues nosotros en menos tiempo pasamos por los tres continentes del Nuevo Mundo: Centro América, Norte América y Sur América.

martes, 23 de junio de 2009

En el colegio seráfico del Callao. Perú

Desembarcamos en el puerto del Callao, sería las cinco de la tarde, estaba anocheciendo, y había una comisión de bienvenida que, después de los trámites de rigor en la aduana, nos llevaron al Colegio Seráfico de Callao.

La primera impresión al pasar por las calles de la ciudad, desde el muelle hasta el convento, fue deprimente: el cielo estaba del color que llaman “panza de burra” color gris, había poco alumbrado eléctrico en las calles, las casas eran pequeñas y antiguas y de un solo piso.

Ya cerca divisamos la fachada del convento, sobre todo la torre que nos pareció imponente, alta, esbelta y moderna, lo mismo que la portería y el recibidor, también lo que sería nuestro seminario menor o colegió, no así el convento, pero estaba en construcción el nuevo.

Después de saludar y besar la mano al Padre Provincial, Fray Luis Maestu Ojanguren y presentarnos a nuestro Padre Maestro, Fray Julio Ojeda Pascual, nos dieron de cenar, nos enseñaron nuestros catres en el dormitorio común y nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente, después de escuchar la santa misa y desayunar, nos fuimos a la terraza del convento, miramos al mar, ya no se veía el majestuoso Reina del Mar, entonces me acordé de lo que hizo Hernán Cortés (1519) en México: quemó los barcos, y así no había modo de regresar. Nosotros, estando ya en el Perú y lejos del Reina del Mar, hundimos simbólicamente nuestros “barcos” para emprender la conquista espiritual de estas tierras para el Reino de Cristo.

En el Colegio Seráfico del Callao
El segundo día de nuestra estancia en el Callao en cuanto pudimos subimos los siete a la terraza, detrás de nosotros subió el P. Ojeda, se acercó y nos observó un momento, luego sacó un cigarrillo y lo prendió, como yo me quedé mirándolo, me dijo: ¿quieres un cigarro? le dije que sí y me lo dio, fúmalo, me dijo, porque será el último. Sí padre, será el último. Seguimos hablando entre todos, y mientras estábamos hablando, el Padre se dio cuenta que yo tenía reloj de pulsera y me dijo: por qué no me das tu reloj, total aquí no lo vas a necesitar, todos los horarios son señalados por la campana, me lo saqué y se lo di. Pasaron muchos años de esto y un día que lo visité siendo él Provincial abrió el cajón de su mesa y de una cajita sacó un reloj de marca Festina, era mi reloj.

Mis primeros días en el Callao, se puede decir que se sentía un aire cálido de parte de los que serían mis compañeros por un año, y uno se sentía entre compatriotas y con hermanos que sentían el mismo ideal. En cuanto al lugar no era ni muy espacioso, ni muy cómodo, sino útil y funcional. El edificio tiene forma de L, de tres pisos. En la primera planta, del lado norte, estaba la capilla, seguida de un aula de clases, en el lado Este había servicios higiénicos, una pequeña piscina, y unas habitaciones antiguas que servían de lavandería y zapatería, en esa zapatería había un viejito, el zapatero, recuerdo que la primera mañana de nuestra estancia en el Callao nuestros compañeros estudiantes más antiguos nos dijeron que lleváramos los zapatos para convertidlos en sandalias, el maestro zapatero era en esto un artista; en la segunda planta había un hermoso salón dedicado al estudio, lectura y prácticas en máquinas de escribir, seguida de la oficina del Padre Maestro, en el lado Este había dos aulas, una para clases de música y otra para otras clases; en la tercera planta estaban los lavabos, el dormitorio común de los estudiantes, seguido del dormitorio del P. Maestro, en el lado Este nunca supe lo que había, solo recuerdo que el Padre Efraín Mansilla, cuando visitaba el Callao, subía a ducharse allí; podría hablarse de una cuarta planta, que era la terraza.

Teníamos un regular campo de fútbol, voleibol, básquet y frontón; cerrando el perímetro había por el lado Norte unas habitaciones sin uso, lo mismo por el Oeste, por el Sur estaba el comedor y los restos de lo que llamaban el “arca de Noé”, que había sido el dormitorio antiguo de los estudiantes. El convento nuevo de la Comunidad se encontraba en construcción.

Al día siguiente de nuestra estancia en el Perú, el P. Santiago Santamaría, que era el ecónomo del convento, nos llevó al Ministerio de Asuntos Exteriores para que nos inscribieran como residentes en el País y nos dieran el documento de extranjería (DNI). Al otro día nos llevó de nuevo a Lima para que conociéramos la ciudad y los museos más importantes, me gustó especialmente el de la Nación, tenía joyas valiosísimas de las antiguas culturas peruanas.

Uno de los días primeros hubo un caso que me llamó la atención: serían las nueve y media de la mañana y habíamos subido al dormitorio para cambiarnos de ropa y jugar un partido de fútbol, al bajar veo a un estudiante de cuarto año arrodillado en el campo de bolee, enseguida pensé que el espíritu de oración y devoción era muy fuerte en este ambiente, también pensé que estando a unos pasos de la capilla debería haber entrado y rezar en ese lugar más indicado, luego supe que no había sido por devoción, sino por castigo y que estaba cumpliendo esa penitencia por orden del Maestro.Así trascurrió la primera semana.

En todo el continente sur es verano los meses de diciembre, de enero y febrero y marzo, y tiempo de vacaciones. Durante este tiempo de tres meses de verano la gente hace vacaciones, va a las playas, viajan, etc. Nosotros nos dedicábamos a leer, pasear, jugábamos partidos de fútbol, baños en la piscina, rezar, comer, descansar y viajar.

Los primeros días de febrero, el tres concretamente, de 1963, hubo un acontecimiento importante, se iban a ordenar de sacerdotes en el convento de los Descalzos del Rimar, tres Frailes, estudiantes de Ocopa: Fray Gregorio Pérez de Guereñu, Fray Gustavo Leonardo Valverde y Fray Carlos Cantella, éste último murió ahogado en el río Tambo el 21 de abril de 1984 al volcar la lancha que lo trasportaba, trabajó en las misiones de Sivia, Pangoa y Cheni. El ordenante era nada menos que el Cardenal del Perú, Fray Juan Landázuri, OFM.

Estábamos invitados a asistir a la ordenación. Esa mañana nos dieron los hábitos de seráficos franciscanos: túnica, esclavina, cordón y sandalias. Era la primera vez que me ponía un hábito y me sentía rarísimo. Nos llevaron a Lima, al convento de los Descalzos, para que viéramos la ordenación. Me pareció un convento muy antiguo, aunque bien ordenado y limpio. El templo tenía un amplio atrio y había mucha gente esperando la llegada del Señor Cardenal. De pronto apareció un hermoso auto y bajo de él su Eminencia, era joven, de talla alta, nariz aguileña y con una amplia sonrisa en el rostro, repartiendo saludos y bendiciones. Vestía los ropajes propios de un cardenal, de los de antes del Concilio Vaticano, me pareció exagerada la cola de la capa, pues era tan larga que tenían que sujetarla y levantarla entre dos personas para no arrastrarla por el suelo. Entramos por la iglesia a la sacristía, allí estaban los postulantes para hermanos no clérigos y como se movían mucho de un lado para otro, uno de ellos (Fr. Alberto Rondón), que parecía ser el mayor, les llamó la atención y les dijo que se pusieran bonito (modismo peruano, significa poner en orden). Yo (no conocía este modismo), viéndoles la cara, pensé que no iba ser nada fácil ponerlos bonitos.

Para la ceremonia nos llevaron al coro donde estaban los novicios cantando, desde allí lo vimos todo. Entre los estudiantes que bajaron de Ocopa sobresalía uno (Guzmán) por su gran estatura, estaría muy cerca de los dos metros.

Al día siguiente de la ordenación nos preparamos para ir de vacaciones a Cajamarca, esta ciudad era muy conocida por nosotros por la Historia de Francisco Pizarro y Atahualpa, que marca el comienzo de la colonización española y el comienzo del fin del Imperio de los Incas. Viajaríamos en Góndola (así le llamaban a un autobús de mediana capacidad), teníamos que llevar el hábito seráfico, más chompas (en mi tierra le dicen saquito), y ropa de baño, entre otras cosas. Nos dieron cuatro soles a cada uno para comprar alguna fruta o golosina por el camino, pero con la condición de devolver el sobrante al regreso. El encargado de cuidarnos fue el P. Vicente Palacios. Cuando ya estábamos listos, nunca falta alguno que a última hora se olvida de algo y fue a buscarlo, entonces escuchamos la voz de Miguel Miguel gritando: Policarpo, date prisa, ponte la góndola que ya está esperando la chompa. La risa de todos los mayores no se hizo esperar.

Emprendimos el camino hacia el norte. Pronto llegamos al desierto y se sentía un calor sofocante. El Padre Vicente nos animó a que cantáramos los cantos populares de España y, cuando agotamos todos, nos acordamos de “un flecha en el campamento”, canto que no le gustó al Maestro y lo prohibió cantar.

De Lima a Trujillo hay como quinientos kilómetros en pleno desierto, salvo algunas ciudades con sus bien cuidadas huertas. El mar se veía cerca de la carretera y nos entraban deseos de decirle al chofer que parara para ir a refrescarnos en el agua. Al medio día, cuando más arreciaba el calor, nos parecía ver la carretera mojada y el mar por la arena, eran los espejismos del desierto. Pasamos la noche viajando en la góndola sin poder dormir.

Al día siguiente, muy de madrugada, llegamos a la ciudad de la eterna primavera (así llaman a Trujillo), nos recibieron muy bien en el convento. Lo primero que hicimos fue echar a correr hacia los servicios higiénicos. La santa Misa la celebró el Padre Guardián, Pedro García; luego desayunamos, recuerdo que para cada uno había un hermoso racimo de uvas.

Al día siguiente, muy de madrugada, emprendimos el viaje sin parar hasta Cajamarca. Nos hablaron mucho de las llamadas “tripas de Corpancho” que era un tramo de la carretera con muchas curvas, donde muchos sentirían mareos, y así sucedió. Al anochecer de ese mismo día llegamos a nuestro destino.

En Cajamarca el clima era templado y no sentíamos el calor de la costa. Nos recibió el Padre Guardián, Antonio González, y la Comunidad.

Nos gustó mucho la fachada del templo, todo de piedra labrada; pero la entrada al convento era más sencilla y pobre, como pobre y de muchos años era el convento.

El convento era de adobe, de una sola planta, antiguo, limpio, y con hermosos y bien cuidados patios interiores.

El primer día lo pasamos acomodándonos, visitando el templo, la plaza de armas y la catedral.
Tuvimos una cena ligera, y pronto nos fuimos a dormir que era lo que más queríamos.

Al día siguiente nos despertó el Padre Vicente y nos llevó a una capilla en el interior del convento donde celebró la misa, y después desayunamos, recuerdo que en el desayuno nos dieron unos hermosos higos chumbos (que así llamamos a las tunas). Esa misma mañana nos fuimos caminando a los baños del Inka, y en un canchón cerca de los baños, jugamos un partido de fútbol, y después nos bañamos. Los que mejores jugaban eran Lorenzo Manzanedo, Amador Álvarez y Martiniano Izquierdo, y, entre los que menos sabíamos jugar, estábamos, el que suscribe, Plácido Calvo y Vicente García y el resto de los jugadores entre regular y bien.

La vida en Cajamarca fue divertida y agradable, caminamos mucho por la fértil campiña. Recuerdo que era bonito ver por los caminos a los naturales de esa región con una flauta en la boca y con la otra tocando un tambor e interpretando música de carnaval; algunos iban borrachos o muy cercanos a estarlos y otros ya estaban echados en el camino (muy borrachos) y siempre acompañados por su mujer que no se separaba de ellos. Es típico el habitante de Cajamarca, de mediana estatura, tanto hombres como mujeres, su caminar es llamativo pues dan pasos cortos pero muy ligeros, sus rostros son avispados y graciosos, de pelo negro y lacio, los hombres el pelo lo tenían corto y las mujeres lucían unas preciosas trenzas largas; los hombres vestían unos pantalones negros de tela muy gruesa, amarrados en la cintura con una faja. Una buena parte de ellos iban con los pies descalzos, solían llevar camisa y chaleco y con sombrero grande de paja, en las noches agregaban un poncho de color negro y otros de color marrón: las mujeres vestían unas polleras largas hasta los tobillos, éstas no eran de muchos colores, con blusa blanca o rosada y, en las noches, añadían una chompa o una manta de color negro. Las que estaban lactando a sus hijos los llevaban a la espalda envueltos en el quipe o lliclla, es una especie de manta que la anudan sobre el pecho, otras, si no tenían niños, metían alfalfa o tallos de cebada y algunas hasta animalitos menores; su hablar es dulce y armonioso, y tanto hombres como mujeres no levantan mucho la voz, no escuchamos ninguna palabra en quechua, todos hablaban el castellano, un castellano castizo. Esta forma de vestir y ese dulce hablar era una novedad para nosotros, nunca vista en España.

Nos hospedamos en lo que fue noviciado, cuando el convento era Colegio de Propaganda Fidae.
Los días que pasamos en Cajamarca fueron de mucho trajín, pero relajante y novedoso; hacíamos ejercicios de canto, música, estudio, barrido de nuestro local y del convento; cantábamos en las misas, había algunas que eran solemnísimas, sobre todo la de difuntos, en esas ocasiones el altar mayor lo tapaban todo de arriba abajo con telas negras con dibujos grises y dorados y delante del altar colocaban un catafalco, era la primera vez que veíamos esos adornos de luto, todo era muy tétrico, aunque solemne.

Pasaban los días, ya se acercaban las fiestas de carnaval, por lo que aumentaba el peligro de salir a la calle por el temor de salir mojados y pintados. Ocurrió un día, íbamos caminando por la calle en dirección al colegio de los hermanos Maristas, cuando apenas habíamos doblado la esquina, una chica nos lanzó una jarra con agua con tan mala suerte que la mayor parte cayó sobre la cabeza de Martiniano Izquierdo, éste, que tenía el genio a flor de piel, echó a correr detrás de ella para castigarla, la chica corrió y entró en una casa, y él detrás, nosotros esperábamos a ver cómo acababa aquello, de pronto vimos salir a Martiniano todo humillado, avergonzado, muy pintado y empapado como una sopa de arriba abajo; en la espera también nos calló una lluvia de agua, tuvimos que dar marcha atrás y volver al convento.

Nos visitó el Padre Provincial, pues tenía que arreglar unos asuntos con las madres Concepcionistas de Clausura, estuvo unos días y luego se marcho. Yo pensé: cómo una persona tan importante había hecho un viaje tan largo y tan incómodo, después supe que lo hizo por aire, en ese tiempo ya Cajamarca contaba con aeropuerto.

Otro día nos invitaron a una hacienda (granja) unos señores amigos del convento. Fue interesante la visita, pues vimos cómo ordeñaban a las vacas, las llamaban por su nombre y ellas iban al lugar que les correspondía. Había también caballos, buenos caballos, amaestrados, de buena estampa, nos invitaron a montarlos. El primero que subió fue Antonio Sanz, nos pareció que sabía montar, daba la impresión de dominar al animal y enseguida lo puso al galope. Cuando se detuvo, lo aplaudimos, pero vimos que el pobre estaba blanco del miedo que había pasado.

Hicimos algunas excursiones y visitas a lugares turísticos: el Cumbemayo y el cuarto del Rescate.
En los últimos días de febrero comenzó la setena a la Virgen de los Dolores. Todas las tardes subíamos al coro a cantar. El Padre Victoriano Hernando predicaba la septena.

La capilla o Santuario de la Virgen de los Dolores se llenaba de gente en los días de septena, los cajamarquinos le tienen mucha devoción. La imagen de la Virgen es de muy buena factura, es impresionante la cara de la Virgen que refleja mucho dolor, amargura y resignación, se parece mucho a nuestras Vírgenes de los Dolores de Andalucía. El tiempo que estábamos en el coro me sentía como si estuviese en Granada y se me hacía corto.

Llegó el momento de nuestro regreso a Callao. Un día antes el Padre Guardián nos invitó a cenar en el comedor de la Comunidad, fue una sorpresa muy agradable.

El regreso lo hicimos en la misma góndola y sin contratiempos. Descansamos en la ciudad de Trujillo, fuimos a la playa y a conocer los cañaverales y el proceso de la caña hasta convertirla en azúcar, guiados por el Padre Pedro Barbero.

En el Callao, como todavía no comenzaban las clases y se acercaba la Semana Santa, el Padre Maestro dedicó nuestro tiempo libre a hacer limpieza de todo el edificio, que por cierto estaba muy sucio y muy lleno de polvo. Un día alguien se quejó de que era mucho trabajo limpiar algunas habitaciones llenas de trastos viejos y que nunca se usaban. Entonces, para que no nos quejáramos ni hiciéramos más reclamos, mandó que del salón donde se veía televisión sacáramos todos los muebles fuera, limpiáramos el salón y los metiéramos de nuevo, pero cargando los muebles y dando una vuelta alrededor del campo de fútbol. Tenía cosas raras, pero se le obedecía.

Todos los días jugábamos al fútbol y nos refrescábamos en la piscina. Por las tardes solíamos repasar los cantos de cuaresma y Semana Santa. En las noches veíamos alguna película en la televisión, siempre acompañados del maestro, que sacaba caramelos baratos de una lata y daba un puñado a cada uno, durante la película estaba muy atento viendo si había alguna escena algo sensual, como besarse o acariciarse una pareja, para entonces cambiar de canal.

lunes, 22 de junio de 2009

Comienzo de clases.

Yo asistía a las de quinto año. Las clases que más me gustaban eran las de matemáticas con el Padre Santiago Santamaría, y las de literatura y educación física con el Padre Álvaro Díaz. El Padre Santiago era buen matemático y arquitecto, tenía una técnica muy sencilla de enseñar, lo hacía con paciencia y con ejercicios sencillos para no asustar a los alumnos, siempre decía antes de comenzar la clase que todo era muy fácil; nos enseñó a calcular la altura de la torre del templo midiendo los grados que hacía la sombra desde la pared al piso, ninguno de nosotros acertó pero estuvimos muy cerca, llegamos al final del curso sabiendo hasta lo último de las matemáticas de ese curso. El Padre Álvaro gustaba de leer a los clásicos españoles, sentía gran admiración por José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (Azorín), Ramón del Valle Inclán, y sobre todo a José María Pemán. De los clásicos peruanos sus predilectos eran Manuel González Prada, (aunque era librepensador), Santos Chocano, Ciro Alegría; en cambio a César Vallejo no lo toleraba. Otro profesor que sobresalía por su elegancia y delicadeza era el Padre Guardián, Carlos Cuñado, nos enseñaba inglés, pero en sus clases daba la sensación que no dominaba muy bien este idioma.

Nuestro Padre Director espiritual fue el Padre Bernardo Marina, entusiasta y de buen carácter. Cuando alguno quería marcharse, antes de que el Padre Maestro le dijera sí o no, lo mandaba el Padre Marina, él se encargaba de animar o aceptar las razones del chico. Ese año dejaron dos estudiantes el colegio seráfico y regresaron a España: Cubillo y Molinero.

En el mes de mayo, o mes de María o mes de las flores, todas la noches subíamos al coro a rezar y cantar. El Padre Justo Barrios (murió el 28 de septiembre de 1972, víctima de un accidente en Satipo) desde el púlpito del templo dirigía las oraciones y lecturas dedicadas a la virgen, luego daba la bendición con el Santísimo. El coro lo dirigía el P. Santos, quien todos los días nos esperaba en la terracita de entrada al coro paseando, en una mano llevaba un cigarrillo y en la otra el rosario.

El año transcurría cargado de la rutina acostumbrada: estudios, deportes, caminatas, alguna de ellas eran largas y cansadas, una vez llegamos desde el Callao hasta el palacio de justicia de Lima.
Tuvimos algunas visitas gratificantes, recuerdo especialmente dos: la del Padre Miguel Molinero, bajito de estatura, con un bastón en la mano y el hábito algo remangado, que nos hizo reír mucho con sus ocurrencias; y la del Padre Lorenzo Quintano, con el pelo revuelto y barbón, y con su sencillez, alegría y buen humor nos relató sus aventuras por la selva, se veía que era un auténtico misionero franciscano.

Sería por el mes de octubre cuando se inauguró la feria de muestras del Pacifico, fuimos todos los estudiantes a verla, para el paseo nos dieron de propina dos soles a cada uno, hicimos el viaje en ómnibus y regresamos en lo mismo. La feria fue muy interesante, había muestras de tecnología de muchos países, España también estuvo presente y expuso el camión Barreiros y el Pegaso. Corría un airecillo fresco y agradable que nos invitaba a pasear dentro del recinto de la feria, en el paseo alguien encontró a una señora que vendía papas asadas, se pasó la voz y fuimos a probar esa delicia porque ya sentíamos algo de hambre y con los dos soles nos alcanzaba para comer. Martiniano Izquierdo fue uno de los más entusiastas, compró una papa asada, la pagó y se la engulló, quiso comer otra pero no le quedaba ya dinero, entonces agarró una, en un descuido de la vendedora, pero con tan mala suerte que la mujer se dio cuenta y trató de recoger su ganancia. Estaba viéndonos cerca del lugar el P. Maestro, sin ser visto por nosotros, quien pagó la papa de Martiniano, que pudo correr a esconderse sin ser alcanzado por la dueña. Al día siguiente, el Maestro nos reunió a todos para echarnos un sermón, pero con delicadeza y medio chistoso, diciendo: Hay algunos a quienes les gustan mucho las papas asadas, pero luego se olvidan de pagar. Yo, dijo Martiniano, confesando su culpa.

Por ese tiempo, a los de mi año de estudios se nos dio por hacer genio-gramas en equipo, para luego dárselos a los de cuarto y tercero para que los solucionaran. Se me ocurrió poner: “quién descubrió la papa.” Y todos pusieron bien la respuesta: Martiniano.

En nuestros ratos libres se nos dio por inventar entretenimientos, uno de ellos fue el barco velero, al principio lo hacíamos de papel pero, poco a poco, fuimos mejorando y los hacíamos de madera, y con timón y velas; cuando los echábamos a la piscina navegaban muy bien, previamente le pusimos el timón un poco volteado a la izquierda para que dieran vueltas y más vueltas alrededor de la piscina. Hacíamos apuestas y ganaba el que mejor navegara y llegara primero a la meta. Un día el barco de Molinero amaneció sin velas, pero con motor, no supimos de donde consiguió la cuerda de un reloj despertador, la acomodó en su barco, le puso unas hélices, lo echó al agua y ganó la carrera a todos los nuestros.

En cuarto año había un chico de la selva, del departamento de Loreto, le costaba mucho estudiar, no porque no tuviera cualidades para el estudio, sino porque en esas zonas la educación era muy deficiente, por lo que le resultaba muy duro ponerse al tanto de nuestro nivel; era empeñoso, pero su esfuerzo le acarreaba un fuerte dolor de cabeza; lo que sí hacia con entusiasmo y habilidad era jugar al fútbol y a la pelota vasca. Unos días antes de viajar el P. Ojeda a España me encargó una grabadora para que grabáramos algún mensaje y saludos para llevarlos a Anguciana. Yo hacía las entrevistas a los estudiantes, también al chico de la selva, y dije: aquí tenemos al amigo Gómez, que es natural de Loreto, del corazón de la selva amazónica. Le di el micrófono para que hablara, coge el micrófono y dice: Yo soy el amigo Gómez, nacido en el corazón de la selva amazónica, y me devolvió el micro. Di algo más, di como te encuentras; tomó el micro de nuevo y dijo: me encuentro con dolor de cabeza. Desde ese día los chicos le preguntaban: Amigo Gómez, ¿te duele la cabeza?.

Pasado medio de año, no recuerdo la fecha exacta, el Padre Maestro, Julio Ojeda, viajó a España, y ocupó su cargo de Maestro el Padre Vicente Palacios, y Vice Maestro el Padre Carlos Cuñado.
Ya se acercaba el fin del año 1963, y cada día nos hablaban más de nuestro noviciado, era una novedad, una esperanza y una meta, aunque siempre se hablaba con cierto temor y preocupación. La definición que dio Amador Álvarez nos convenció a todos: el Noviciado es como estar un año de ejercicios espirituales. Y no se habló más del asunto. También el Padre Maestro nos iba preparando. Nos preocupaba cuando nos decía que entraríamos al Noviciado o no, según el informe que dieran los padres formadores.

Cercanos a la Navidad el Padre Santos nos enseñó unos villancicos preciosos para cantárselos al Niño Jesús en el aniversario de su nacimiento. Yo, en mi interior, pensé: lo que más deseo es que por lo menos, si no llego al Noviciado, llegar a la Navidad y poder cantarle al Niño Jesús estos bonitos villancicos.

Llegó la Navidad y se cumplió mi deseo, también el año nuevo 1964. El Padre Maestro, ese mismo día de año nuevo, nos dijo que ya había fecha para entrar al Noviciado, el día seis, a las tres de la tarde. Todos dimos un respiro, aunque no con mucho entusiasmo, pues un paso así es para estar bien preparado y tener muy claras las ideas.

Se tenía la idea que en el Noviciado te probaban, que te hacían un examen muy analítico de tus emociones, sentimientos y hasta de tus pensamientos y que por la menor falta o falla eras expulsado irremediablemente del Noviciado.

Mírate novicio amado
En este espejo o modelo,
Y contempla con gran celo
Lo que en él ves dibujado.

Después del almuerzo preparamos un pequeño equipaje, muy pocas cosas teníamos para llevar a nuestro nuevo destino de corto recorrido, del Callao a Lima, todo lo llevábamos puesto, una camisa, pantalón y ropa interior, algunas cartas de la familia, fotos y algún recuerdo.

Cuando hicimos nuestra entrada al convento de los Descalzos, lo hicimos por la puerta grande, con hermano portero y todo (Fray Rafael Córdova), quien nos abrió inmediatamente que llegamos. Lo primero que vimos en el pequeño claustrito de la portería fue un gran letrero que decía: silencio, y algunas pinturas en las paredes de frailes famélicos y tristes.

Nuestro Maestro, que conocía bien el convento, nos llevó al claustro de Padre Guardián. Desde lejos, entrando al corredor, vimos un gran crucifijo que predecía (como señal o anticipo) lo que nos iba a suceder. El claustro del Guardián es de forma rectangular: entrando a la derecha está la celda de Monseñor Arroyo, que fue obispo de Requena, seguida de la del P. Guardián, luego hay una escalerilla que sube a una especie de altillo protegido por una gran baranda, era conocido como el balcón de Pilatos, a la derecha estaba el salón de recreo de los Padres y a la izquierda unas celdas para huéspedes, dando la vuelta unas escalerillas de subida que conducen al patio de la enfermería y sus ambientes, y bajando del balcón de Pilatos, pegado en la pared, el gran crucifijo tallado en madera, seguidamente hay una gran puerta que conduce a la capilla del Carmen.

El P. Maestro tocó la puerta con el consabido “Ave María Purísima”, abrió el Padre Fray Antonio Olarte, el Guardián, ya algo entrado en años, que nos recibió muy cariñoso, nosotros le besamos la mano, y se notaba feliz de nuestra visita y entrada al Noviciado. El Padre Maestro le pidió permiso para retirarnos y seguir nuestra ruta.
“Singan, no más”, nos dijo.
Pasamos por una larga serie de corredores oscuros y silenciosos (el silencio fue el soberano que reinó todo el año), no se veía ni un alma (era la hora de la siesta), llegamos a la puerta de nuestro encierro voluntario. El Padre Maestro tocó el timbre y, mientras nos abrían, vimos a los costados de la puerta dos figuras pintadas y unos versos: “Mírate Novicio amado en este espejo o modelo y…” , ciertamente no era de lo más propicio para comenzar, ya que nuestro ánimo estaba por los suelos, porque la idea que nos habían medito en la cabeza era de mucha disciplina y vida sacrificada, cosa que a nuestra edad no estábamos preparados para tanta penitencia, pero lo habíamos aceptado y querido, y estando pensando en estas cosas se nos abrió la puerta y apareció el novicio portero, y damos los primeros pasos para entrar, había una especie de recibidor donde había dos puertas pequeñas en la pared de enfrente y en el centro un hermoso cuadro de la Virgen. En este recibidor estaban los hermanos novicios con el Maestro al frente, dándonos la bienvenida, luego escuchamos una tendida de cohetecillos que nos asustó. Atravesamos el recibidor y ya pudimos ver bien a los novicios vestidos con hábito franciscano, capucha y hasta con la corona o cerquillo o tonsura que se hacían los sacerdotes en la cabeza. Todos tenían una amplia sonrisa en la cara, nos trataban con mucho respeto, pues nos trataban de usted, ese trato desconcertó a mis compañeros que conocían a los novicios de tantos años atrás y no se imaginaban un trato tan deferente. El Maestro de Novicios era el P. Marcos Arciniega, de media edad, de mediana estatura, de pelo rubio y cara coloradita, con sonrisa, enseñando un poco los dientes. Nos dirigió unas palabras de acogida y se comprometió a ser como una madre para nosotros. Nuestro Padre Vicente nos dejó en buenas manos y se retiró.

El noviciado era entonces lo que hoy día es el coristado de filósofos. En el centro hay un hermoso patio cuadrangular, el piso estaba cubierto con baldosas de arcilla, las celdas de los novicios estaban en los cuatro lados. Nos señalaron nuestras celdas y, como con nosotros aumentó la población, tuvimos que acomodarnos de dos y de tres. Me toco compartir la celda con Amador Álvarez y Martiniano Izquierdo. Ya dentro de la celda escogimos nuestro catre, depositamos en la mesita nuestra cajita con las pocas cosas que teníamos; había para cada uno una tolla, jabón, y lavatorio.

Salimos afuera para que nos enseñaran el resto de nuestro territorio: la celda del Maestro, la capilla y la sala de clases, la despensa; luego salimos a un patio más pequeño por una puerta lateral donde estaban las duchas, servicios higiénicos y frontón de pelota vasca.

Escuchamos la campana del reloj dando las cinco de la tarde, entonces vemos cómo los novicios y el Maestro se arrodillaron, rezaron un avemaría y besaron el suelo, nosotros también hicimos lo mismo. Esto también fue una novedad, pues en el Callao no se acostumbraba a hacerlo.

Era la hora de la merienda: el Maestro y Fray Juan Villamor sacaron de la despensa unas bandejas con pan, café con leche, chocolate y plátanos.

Mis compañeros llamaban por su nombre a los novicios cuando se dirigían a ellos y de tú, sin anteponer el Fray y el Usted, entonces el Maestro nos corregía y nos mandaba que tratáramos todos ellos de Fray, de usted o su caridad. Nos costó mucho aceptar esta orden, pero la aceptamos y poco a poco nos fuimos acostumbrando. Estuvimos una hora más hablando y preguntando cosas relacionadas con el Noviciado hasta que dieron las seis de la tarde.

Volvió a tocar la campana y, a su sonido, todos guardaron silencio. Los novicios se pusieron en fila, entraron al recibidor, se rezó el avemaría a la Virgen y desaparecieron. Nosotros nos quedamos en la capilla del noviciado rezando el rosario hasta cerca de las siete, a esa hora aparecieron dos novicios que nos invitaron a seguirlos, entramos en el coro, rezamos en silencio el “adorémoste” y así estuvimos hasta que el Padre Guardián dio una palmada, entonces se levantaron los novicios y nosotros también, ellos dieron media vuelta, hicieron una gran reverencia al Guardián desde su sitio, luego una más pequeña a derecha e izquierda de la santa y venerable comunidad, y se sentaron junto a la comunidad, nosotros en un lugar aparte, junto a los hermanos no clérigos.

Comenzaba la lectura y meditación. Uno de los novicios puso en marcha un reloj que había en la pared derecha del coro y comenzó la lectura. Recuerdo que el padre encargado de leer comenzó diciendo el “Capuchino Retirado”. Terminada la lectura nos pusimos todos de rodillas a meditar. No sabríamos decir cuánto tiempo estuvimos en esa posición incómoda, era incomoda por varios motivos: porque el piso del coro era de madera machihembrada, con grietas que se metían en medio de la piel de las rodillas, con un calor bochornoso y que nos hacía sudar; el sudor nos caía por la espalda formando una gota fría. El rato que estuvimos así fue eterno, hasta que sonó el reloj una vez, pasada una eternidad volvió a sonar y todos nos pusimos de pié para comenzar el rezo de completas. Me gustó mucho la salmodia acompañada por el armonio y recitada a dos coros. Terminados los salmos, rezamos todos el Adorémoste y nos fuimos a cenar.

Apenas salimos del coro nos encaminamos al comedor todos los frailes formando dos filas, con la capucha sobre la cabeza, y los brazos metidos entre las mangas del hábito. Éste era grande, largo y estrecho, las mesas de madera oscura muy sencillas e inmovibles, igual eran los bancos; en la cabecera del fondo había un lienzo grande representando la cena del Señor, y a derecha e izquierda estaban colgados en la pared unos cuadros de pintura al óleo, eran largos y estrechos con las figuras de los frailes más representativos de la Orden y del convento. Después de una largas oraciones se acercó un Novicio en medio del comedor, frente al Guardián, dijo una oración en latín y subió al púlpito, que estaba pegado en la pared derecha en mitad del comedor, y empezó a leer, mas apenas si estuvo unos minutos leyendo cuando el Padre Guardián tocó un timbre, el novicio paró la lectura, para darnos la bienvenida en nombre de toda la Comunidad y suspendió la lectura y el silencio.

Fue grandioso ver tantos frailes jóvenes y viejos viviendo en el convento, reunidos en el coro y en el comedor y todos con un mismo ideal y una misma vocación.

Terminada la cena regresamos al Noviciado, hicimos como un cuarto de hora de recreo en el patio. Fray José Luís Diez nos dijo que adivináramos cuánto tiempo transcurrió desde que el reloj del coro dio la primera campanada hasta la segunda, hubo cálculos muy variados, desde media hora a diez minutos, pero nos equivocamos todos porque solamente transcurrieron cinco.

Tocó de nuevo la campana. Nos dirigimos todos a la capilla para rezar la oración de la noche. Terminada ésta, nos dirigimos todos en silencio hacia nuestros cuartos a descansar. Ya en la celda hablamos unas palabras, sobre qué nos había parecido el maestro, si lo veíamos como una madre. Entonces, Martiniano, con su espontaneidad a flor de piel, dijo que, en su opinión, era una guindilla (ají) picante.

Pasado un tiempo nos dimos cuenta que el maestro era una persona con fortalezas y debilidades, pero totalmente cumplidora de su deber y muy preocupado en cumplir las normas y hacerlas cumplir al novicio. Eran otros tiempos.

En honor a la verdad hay que decir que esa disciplina, ese cumplir la leyes y normas, nos sirvieron de mucho, pues nos hicimos más responsables, constantes, y aprendimos el valor de la puntualidad, el cuidado de las cosas, el amor a la disciplina, el orden, a no perder el tiempo, a dedicarnos a nuestros deberes y obligaciones que son requisitos para que una comunidad marche bien. En lo espiritual igualmente aprendimos a valorar las acciones del espíritu, el don de la fraternidad, de la minoridad, de la vocación cristiana y religiosa; conocimos mejor el espíritu de san Francisco y su legado; a reconocer el heroísmo de nuestros mártires, la santidad de tantos franciscanos que han llenado de ejemplo y virtud a la iglesia y a ser fieles servidores de Cristo.
Pasamos en poco tiempo de adolescentes a adultos.

Amaneció el día siguiente. A las cuatro y media de la mañana había que levantarse, un hermano novicio iba tocando de puerta en puerta y saludando con el “Ave María Purísima”, nuestra obligación era contestar con el “sin pecado concebida”. Después de despertarnos a nosotros iba a despertar a la Comunidad con el canto del “Alabado sea…” y tocar la matraca por los claustros de la Comunidad.

Los hermanos novicios estaban de preparativos para el día de su profesión, señalada para el día trece de febrero, al cumplirse un año y un día de su entrada al noviciado. Nosotros, que íbamos a tomar la posta, íbamos aprendiendo todo lo que nos correspondería para que todo continuase normalmente: oficio de campanero, de lector, aprender los acordes del tono de fa, el servicio en la cocina, el barrido del noviciado y del convento, el cuidado de los canarios; cómo debíamos saludar cuando nos cruzáramos con algún fraile por el camino, no hablar con los frailes fuera del noviciado; aprender de memoria las oraciones de la mesa, antes y después de comer; echar la culpa cuando cometiéramos alguna falta; aprender hacer cordones para los hábitos, cortar el pelo con cerquillo, etc.

domingo, 21 de junio de 2009

Una triste noticia.

Unos días antes de la profesión eran las votaciones para conceder o no la profesión religiosa. Un día cuando estábamos en nuestras celdas durante la siesta sentimos unos pasos sigilosos por los pasillos del noviciado. Pasados los tres cuartos de hora de siesta tocó la campana para subir al coro a rezar la corona seráfica y vísperas, y entonces vimos que el asiento coral de Fray Santamaría estaba vació. Volvimos al Noviciado y entramos a nuestras celdas, acabábamos de entrar todos cuando se oyó el sonido de la campana, era el Maestro quien tocó, nos acercamos con pesar pues ya intuíamos lo que iba a decir. Él, con una sonrisa que a nosotros nos pareció sarcástica, nos dice: ya se han dado cuenta que falta Santamaría (no dijo Fray Santamaría). Todos asentimos con la cabeza, no hicimos ningún comentario. El maestro se dio cuenta y se retiró, y nosotros también. Santamaría era el más joven de todos, apenas había cumplido los dieciséis años, era un chico muy querido por nosotros, muy alegre y se hacía querer por su espontaneidad y franqueza; dominaba la música y tocaba maravillosamente el piano y el armonio; de carácter apasionado, vivaz, inquieto y superactivo. Pienso que esa superactividad fue mal interpretada por los frailes, la achacarían a que no le importaba el orden, silencio y quietud establecida y le dieron voto negro, negándole la profesión.

Los hermanos novicios tenían que recitar de memoria la regla de san Francisco y la doctrina cristiana en el Comedor para acceder a la profesión y demostrar que eran cristianos católicos, y, como era todo de memoria y largo, había un apuntador discretamente junto al púlpito para ayudar cuando uno se equivocaba o se olvidaba de algo.

Llegó el día de la profesión, los novicios esa mañana estrenaron hábito y sandalias nuevas, en cambio nosotros estábamos con los hábitos viejos traídos del Callao, pero nos dieron unas capuchas viejas con el caparon colgado sobre el pecho.

Después del rezo de las horas canónicas bajamos a la Iglesia, el Padre Provincial celebró la santa Misa. Llegado el momento de la Profesión, todos estábamos en el presbiterio.

En la carrera del espíritu, estos jóvenes en sus cortos años habían alcanzado un premio, el premio de prometer seguir a Jesucristo al modo de san Francisco. El rostro de los que iban a hacer la profesión, aunque serenos y con seriedad, se veía empero en sus ojos que en el interior de sus almas estaban radiando de alegría y plenitud de gozo.

Estos son los nombres de los hermanos que profesaron y de los que ingresamos al Noviciado para nuestra Provincia, había también hermanos de las provincias de Bolivia y de Chile.

Para la profesión de votos simples o temporales (como se designa hoy): Fray Juan Galo Villamor, Fray José Luís Diez, Fray Carlos Bernal, Fray Adolfo Diez, Fray José Luís Álvarez, Fray Ignacio Plaza.

Religiosos no clérigos: Fray Justiniano Justo, Fray Antonio Berrocal, Fray Luís Villoslada.

Novicios: Fray Juan R. Moya, Fray Amador Álvarez, Fray Martiniano Izquierdo, Fray Lorenzo Manzanedo, Fray Vicente García, Fray Fermín Cebrecos.

Religiosos no clérigos: Fray Alberto Rondón, Fray Antonio Arroyo, Fray Roque Chávez.
También ingresaron al noviciado 2 estudiantes bolivianos: Luis Torricos y René, y dos chilenos Illanes y Spemnces.

La profesión se hacía en latín (los religiosos de coro). Recuerdo que el P. Provincial preguntaba qué pedían, ellos respondieron: La Profesión…. “para hacer penitencia y enmendar mi vida”.
Ni que hubieran sido grandes pecadores, pensé. Después nos tocó el turno a nosotros. Terminada la ceremonia vinieron las felicitaciones. El Padre Francisco Quintana tenía los ojos llenos de lágrimas por la alegría y la emoción.

Con nuestra toma de hábito se inició propiamente el año de noviciado. Se nos debía denominar fray. En el comedor y en filas adelantamos unos cuantos puestos en la preferencia, cosa que me chocó, pues estábamos un puesto delante de venerables hermanos (antes se les decía Legos) de votos solemnes y con muchos méritos, pero era la costumbre de esos tiempos y teníamos que respetarla, aunque no nos gustara. Todavía se quedaron los neoprofesos unos días con nosotros antes de viajar al Coristado de Arequipa

El Padre Maestro, sin perder un minuto de tiempo, nos dio las instrucciones y el reglamento de nuestro quehacer diario en el noviciado. Tenía como máxima: “el tiempo es oro” (dicho ingles), pero él prefería el dicho de san Agustín: “el tiempo vale como Dios” y también otras que nos las repetía constantemente: “poco a poco hila la vieja el copo”, “esto lo voy a repetir hasta la saciedad”, “la ley, cuando ha sido promulgada, es porque es buena, luego, si es buena, hay que cumplirla” y como todo lo prometido es deuda, lo cumplió muy bien.

Por medio de un chiste que contó nos dio a entender que en cuanto a la disciplina y el orden era terco y testarudo como buen vasco. En una ocasión, un aragonés quiso clavar un clavo en la pared de su cuarto para colocar el sombrero, tomó un martillo, golpeó el clavo, pero éste se doblaba, tomo otro, y se dijo, si no puede entrar a martillazos lo golpearé con la cabeza, le dio muchos cabezazos y el clavo no entraba, entonces quiso ver qué había detrás de la pared, pasó a la habitación contigua y vio que un vasco estaba apoyando su cabeza en la pared y no dejaba entrar el clavo.

Teníamos el tiempo tan medido para todo que, desde las 4’30 a.m. hasta las 9 p.m., no había ni un minuto de ociosidad, ni tiempo para pecar. Todas las semanas venía nuestro P. Leonardo García a confesarnos, y hubo muchas ocasiones que teníamos que hacer un gran esfuerzo para encontrar alguna falta para decirla en la confesión. Daba gusto confesarse con él, que, a pesar del dolor que sentía por una herida incurable, estaba siempre alegre, era buen consejero y director del espíritu, a mi parecer y el de mis compañeros; el P. Leonardo era un auténtico hijo de san Francisco.

El Maestro me encomendó el cuidado de sus canarios, en todo el patio había de estos animalitos encerrados en sus jaulas. Era agradable escuchar su canto alegre y armonioso los días de sol y en buen tiempo. No recuerdo bien el número de ellos, pero sí recuerdo que al acabar el año había más de cien. No lo hice tan mal, pues me regaló dos buenos cantores que, después de la profesión, llevé al coristado de Arequipa.

Las clases más importantes eran las del estudio de la Regla y las de Liturgia, ascética y mística; también estudiamos historia de la Provincia y de la Orden, música gregoriana, latín y castellano, éstas dos últimas a cargo del Padre Julián Heras.

El estudio de la Regla de san Francisco, leída con atención y si prejuicios, es una regla sencilla, candorosa, llena de amor y entrega al evangelio. Pero lamentablemente ha tenido muchas interpretaciones a lo largo de estos ochocientos años, pasando por etapas de dureza a las de manga ancha (como decía el P. Arciniega). En nuestro tiempo, ya a finales del siglo veinte, seguíamos con la interpretación alcantarina (la reforma de san Pedro de Alcántara), llena de preceptos, amonestaciones y recomendaciones que para unos jóvenes como nosotros nos parecía excesivo, pero éramos jóvenes y, por tanto, con bríos y sangre de héroes y capaces de eso y de mucho más. Nos gustaba y sacábamos el sabor de los modelos heroicos de nuestros santos franciscanos.

La liturgia también nos encantó con todas sus pompas y solemnidades, estábamos acostumbrados a vivirlas desde pequeños y, sobre todo, teníamos la conciencia formada de que a Dios había que darle todo el culto que se merece, con reverencia y honor y revestido de esa nube de misterio y pompas barrocas. El concilio Vaticano II estaba a punto de hacer públicas las conclusiones y reformas, y con él vendrían algunas normas nuevas, más entendibles y más cercanas a los laicos. La promulgación de las reformas llegó pronto al convento de los descalzos. Recuerdo que el Padre Maestro nos llevó a la capilla de la Virgen del Carmen, donde el Padre Guardián había reunido a toda la comunidad, para darnos a conocer algunas de las reformas, el encargado de leerlas y ensayarlas fue el P. José María Arnedo. Al domingo siguiente del ensayo celebró la santa misa conventual el Padre Martín Chavarri y la dijo toda en castellano, aunque todavía no con la cara al pueblo.

Al Padre Maestro no se le pasó ni un detalle de lo expuesto por el P. Arrendó, ni de la misa celebrada por el P. Martín, y nos hizo saber los errores y los aciertos, entre los errores estaban las palabras dichas en castellano de la Consagración y algunas oraciones que estaba mandado se dijeran en latín.

En el estudio de la Historia de la Provincia, nuestro Maestro exaltaba mucho a nuestros Misioneros, tanto los de la selva, como los de la costa, o lo que es lo mismo misioneros entre infieles no bautizados y entre los fieles ya bautizados. Entre los grandes misioneros resaltaba a san Bernardino de Siena y la escuela misionera dejada por él. En nuestra provincia también los hubo, comenzando por san Francisco Solano y seguido de una larga lista misionera de santos y mártires, especialmente los mártires de la selva. Nos decía que la sandalia franciscana había recorrido todo el suelo peruano llevando la doctrina cristiana, creando fraternidades de terciarios, de ahí el dicho: “Sea por Fraile o por hermano todo el mundo es franciscano”. No era muy partidario de que la Iglesia encomendaran parroquias a los religiosos a la petición de los Señores Obispos, por eso no miraba con buenos ojos a los religiosos que atendían la parroquia de san Francisco Solano del Rímac, los padres Ampuero, Caravedo, Cristóbal Saiz y Molinero, el motivo principal era que con esa obligación de atender a los feligreses tenían que dejar de asistir al coro para la recitación de las horas canónicas. Nosotros queríamos ser misioneros, pero al modo de san Francisco Solano.

La Ascética y Mística, sobre todo la ascética (vida sacrificada por amor a Cristo) la estábamos viviendo y practicando desde que pusimos nuestros pies en Anguciana, no era una novedad para nosotros. Esta asignatura la sabíamos más por práctica que por teoría, y de antemano la teníamos aprobada; en cambio, de la mística aprendimos la teoría, pero en la práctica salimos desaprobados, y no es porque no lo intentáramos, estoy seguro que sí lo fue. Recuerdo que en una ocasión, no sé bien el motivo, le dije al Padre Maestro que nuestra mayor preocupación durante la meditación era soportar el calor del verano, las pulgas que picaban a su gusto y la molestia de estar de rodillas sin tener siquiera dónde apoyarnos, y que para una mejor concentración la hiciéramos sentados. Ya podemos suponer la respuesta: no estaba conforme conmigo.

Nuestras celdas eran sencillas, cómodas y austeras; todas tenían ventana y claraboya o tragaluz; la puerta no tenía llave, la cama de madera y con una piel estirada, del colchón no recuerdo si era de hojas de maíz o de lana; en una esquina estaba el lavatorio, frente a la puerta estaba la mesa y en la otra pared una percha para colgar el hábito; algunas tenían una calavera que nos acompañó durante todo el año, cerca de la cama sobre una repisa, velando nuestro sueño. Como en el ámbito del noviciado había tantos animalitos: loros, ratones, cucarachas, alacranes, palomas y canarios, más las aves que en sus vuelos nos visitaban; y en el contorno estaba la vaquería y la chanchería, muy propicios, sobre todo en los meses de calor, para la proliferación de insectos, pulgas y chinches. Hubo un novicio del grupo anterior al nuestro que llenó un tubito de vidrio de estos molestos insectos, los guardaba vivos por tener escrúpulos de matarlos; también se dio el caso en nuestro grupo que Fray Martiniano, como era tan impulsivo, en su desesperación quería matar las pulgas a escobazos.

En nuestra modesta celda teníamos todo lo necesario que un buen novicio podría necesitar: los cuatro tomos del breviario y sus cuadernillos, los cuadernos y libros de estudio y de lectura piadosa, la túnica exterior y la capucha (que fueron las mismas para todo el año), una tuniquilla interior más corta y de tela más delgada, y los paños menores que nos llegaban hasta las rodillas (de estas dos últimas piezas sí teníamos de repuesto), dos cordones, el interior que era delgadito y el exterior más grueso, las sandalias y el manto. No estaba permitido usar calcetines, al menos sin un permiso muy especial del Padre Guardián. No teníamos pijama, pues según la regla solo podíamos tener dos túnicas (los que las quisieran tener), la exterior y la interior. Dormíamos con la interior, amarrada con el cordoncillo más delgado. No podíamos quitarnos el hábito para nada, ni para dormir, la túnica interior y su cordoncillo suplía al hábito.

Nos advertía el Maestro que no deberíamos quitarnos el hábito para nada, ni para hacer deportes, pues había oído decir que los coristas de Arequipa se quitaban el hábito para jugar al fútbol. Alguna vez se le preguntó al Maestro si había que ducharse con esa túnica interior, la respuesta fue una sonrisa burlona, dando a entender que era obvio que se podía quitar en la ducha. Había una pieza más que componía la suma de todo el atuendo del novicio: la disciplina o el azote. Éste era para castigarnos voluntariamente por amor al Señor; había días y horas señalados para esta práctica penitencial voluntaria: una ordinaria, los viernes de todo el año y otra extraordinaria, durante la cuaresma, que eran tres raciones más los azotes. Es estos días señalados, después de la cena, ya de noche, íbamos al templo, y cuando estábamos cada cual en su sitio señalado se apagaban todas las luces, el padre Guardián decía la primera estrofa del “miserere”, el resto de la comunidad lo recitaba, y mientras durara el rezo de este salmo se azotaba uno a sí mismo. Para que el azote diera en la carne y no en el hábito, nos lo levantábamos por el lado de la espalda de abajo hacia arriba y con la mano derecha nos azotábamos en los costados inferiores. El sonido que producía esta disciplina era interesante pues parecía ser el compás del rezo. Había algunas ocasiones, cuando la luna estaba llena y los faros de los autos enfocaban en las ventanas del templo, que se veía un espectáculo grotesco y, menos mal, que no hubo ningún chiflado al que se le ocurriera encender las luces. Los novicios, para que todo saliera impecablemente, ya habíamos ensayado varias veces bajo la dirección del Maestro. Además de los azotes comunitarios hacíamos una ofrenda especial de sacrifico en honor a la Virgen todos los sábados del año, pero dentro del noviciado y cada uno en su celda. Estas flagelaciones eran voluntarias y por amor a Dios y a La Virgen María, con el inconveniente de que si uno no lo hacía, o simulaba hacerlo, el Maestro, con la práctica de tantos años, conocía cuando uno se azotaba o azotaba al colchón, detalle que no lo pasaba por alto sino que lo decía con voz clara de potente trompeta para que lo escucharan todos los novicios y no hicieran trampas: Fray fulano, no se escucha la disciplina, Fray mengano, no le pegue al colchón, de modo que lo no obligatorio era voluntario a la fuerza. Pasado un tiempo, cuando ya había pasado más de medio año, me atreví a decirle al Maestro que siendo estos actos voluntarios y por amor, ¿por qué entonces había tanta vigilancia de su parte? Me dio sus razones, razones que habíamos estudiado en ascética; pero él siguió paseando por los pasillos durante la disciplina, pero ya no tan cerca de las puertas.

Había entonces en la salita para entrar en la cocina (lugar del refectolero) unas vasijas de piedra (en el Noviciado también) que filtraban el agua para el consumo, gota a gota iban saliendo por la parte inferior de la vasija a un deposito de arcilla, el agua era muy buena y potable; pero no por pasar por ese filtro carecía de bacterias, bacterias que a más de uno le ocasionaba cólicos estomacales y algunos novicios enfermábamos, pero no sabíamos si era por el agua o por otra causa, lo cierto es que hasta nos producía fiebre y malestar de estómago, algunas veces tuvimos que guardar cama. El maestro nos animaba diciendo que nos sanáramos pronto, porque de lo contrario corría peligro nuestra profesión. Yo creo que no era una amenaza sino una advertencia, pero producía su efecto porque poníamos tanto empeño de nuestra parte en sanarnos que, aunque estuviéramos mal, salíamos de la cama, o era tanto el temor de dejar el Noviciado involuntariamente y por la vergüenza de ser expulsados (que es lo mismo), como Santamaría, que nos hacíamos los valientes.

Con el tiempo nos íbamos acostumbrando a querer el coro; el oficio de las horas canónicas me parecía un cantar divino, la meditación de rodillas, los cantos litúrgicos, cantar en las misas, el ejercicio santo del vía crucis, la disciplina con el azote, y todo lo demás era dar un paso más cada día para alcanzar la santidad que el maestro nos proponía como meta. Hacíamos perfectamente las reverendas según el cargo y la dignidad de cada religioso. El repique y toque de campanadas en la distribución de las horas: ángelus, horas canónicas y llamadas al coro y para la oración.

Para llegar hasta el coro había grandes facilidades: los que vivían en el Claustro del Guardián había una subida, para los que vivían en el claustro Ayacuchano (los postulantes para frailes no clérigos) había otra, los que vivían en el claustro del Provincial y Noviciado había otra subida. Por la subida de los novicios, en un descanso donde volteaba la escalera, había una especie de altar con unos cajoncitos con un letrero escrito que decía: “de aquí se toma”, y en el otro, “aquí se deja”. A su tiempo el Maestro nos explicó que los nombres escritos en los papelitos eran para rezar por las almas de los religiosos muertos en los últimos años, a mi me toco por el Padre Manuel Iribecampos; también estaban las cuerdas colgadas de las campanas, las cuerdas con las que los novicios de turno teníamos que tocar. Pegada en la pared estaban las indicaciones de la clase de toques que había que hacer y a su tiempo, más una advertencia: “Un minuto antes no es la hora, un minuto después tampoco es la hora. Hay que ser puntualísimos”.

En el noviciado también teníamos una campana y un campanero por turno que nos indicaba los horarios de estudio, trabajo, oración, alimentación, recreación y descanso, todo se cumplía a cabalidad y a la mayor perfección posible y lo hacíamos con gusto y con esmero.

El coro de los novicios en general era bueno, gracias a la constancia del Maestro. Cantábamos a dos y tres voces, y también las voces de los novicios eran buenas: Lorenzo y Vicente y el chileno Spencer tenían voces de tenor, el boliviano Torricos, Martiniano, Amador y Cebrecos de barítonos, y el resto hacíamos de bajos, por lo que los cantos resultaban muy buenos. El órgano lo tocaba el Maestro y alguna vez el Padre Pelosi y también Fermín. En resumen, el coro era para nosotros algo que empezábamos a descubrir, algo bueno, y que nos estaba llevando a caminar por una dimensión desconocida. Le sacábamos gusto a la recitación de los salmos, a la lectura y a la meditación, y el tiempo se nos hacía corto y era el mejor momento de nuestro diario estar y vivir en el noviciado.

El cuarto del Maestro
El cuarto del Maestro era el lugar de nuestro suplicio en los primeros días de estar en el noviciado, no tanto porque teníamos que entrar en él, ni porque allí hubiera instrumentos de tormento, era por el mismo Maestro, al que le temíamos desde que expulsaron a Santamaría.
Todos los días antes de ir a tomar los alimentos del medio día teníamos que ir a la oficina del Maestro. El ritual era tocar a la puerta y decir “Avemaría Purísima”, si el maestro contestaba, entrábamos, de lo contrario había que esperar, una vez dentro había que arrodillarse y besarle el cordón, luego abrir el Ordo y comenzar a leer (el Ordo estaba todo en latín y con abreviaturas), si uno se equivocaba, el Maestro te corregía alzando la voz, casi gritando y de allí no salías hasta que todo quedara perfecto. Creo que los errores se debían más al miedo que a no saber leerlo, por eso, con el tiempo y conforme perdíamos el miedo, nos iba saliendo bien.

El comedor, como ya indicaba arriba, era amplio y largo. Antes de las comidas, comenzábamos con unas oraciones para la bendición antes de sentarnos, el lector señalado haciendo una profunda reverencia a la mesa del Guardián, decía en latín el Deus caritas esta… (Dios es Caridad, quien permanece en caridad, permanece en Dios y Dios en Él) y subía al púlpito a leer con voz clara y distinta, como nos enseñó nuestro Maestro. ¡Ay del novicio que se equivocara en la lectura, o que dijera algún disparate o una palabra mal pronunciada!, no se hacía esperar la protesta de la Comunidad y la voz del Guardián. La comida, en general, era buena y abundante, y los domingos y de fiesta mejoraba notablemente y hasta se permitía tomar un vasito más de vino.

Cuando ya estábamos sentados en nuestro sitio señalado, salían los servidores (novicios) con delantales blancos sujetando con las dos manos una tabla grande repleta de platos de comida, y las iban pasando de mesa en mesa, otros sacaban unas jarras con agua para poner en los vasos, y otros unos botellones con vino para servir en unos vasitos pequeños, el P. Maestro nos aconsejó que tomáramos vino porque era bueno para la salud.

Terminada la comida, a la señal del guardián, nos poníamos de pie, dábamos gracias a Dios, y rezando el De Profundis íbamos a la iglesia. Los novicios, que por turno tenían que lavar los platos, después de las oraciones de acción de gracias en el templo, regresaban a la cocina y lavaban los platos rezando.